Hemos construido un mundo para gigantes cuando apenas levantamos unos palmos del suelo. Los avances técnicos nos han convertido en seres extremadamente vulnerables sin apenas recursos para solventar contrariedades cotidianas como que se nos averíe el ascensor, un corte prolongado del fluido eléctrico o un accidente que inutilice una gran vía de comunicación. No somos nadie sin esos aparatos ortopédicos que nos ayudan a subir al cielo en unos minutos, traer el río a casa, salvar montañas con botas de siete leguas o convertir la noche en día con solo apretar un interruptor.
Cinco días encerrada en una torre de marfil dan para mucho. Por ejemplo, para tomar conciencia de que somos grandes dependientes tecnológicos o que el urbanismo vertical nos ha convertido en rehenes en nuestras propias casas.
Desde que apareció un cartel en la puerta del ascensor de mi comunidad donde nos pedían disculpas por dejarnos cinco días sin servicio, mi vida es un calvario. Un Gólgota que, en mi caso, tiene 156 escalones. Somos tan idiotas que hemos sobrevalorado los áticos, las viviendas más cotizadas, las más caras. Vivir en las alturas tiene su precio, decían los de la inmobiliaria. Ver Tabarca desde la terraza bien merecía el dispendio. En esos momentos de euforia a nadie le da por pensar que el pecado lleva implícita la penitencia. Que el señor Otis se convierte de pronto en tu carcelero.
En estos días de reclusión la nevera se vacía y a mí se me cae el alma a los pies antes de hacer la compra telemática y castigar a un repartidor a que sube al palomar para entregar el pedido. Los vecinos del octavo, con dos niños pequeños, se han trasladado provisionalmente a una casa más accesible. El cartero se ha rebelado. Hay trapicheo entre los habitantes de las casas más altas. Préstame dos huevos y una botella de leche. El trastero es un lugar muy muy lejano. Se perdonan los cines y las cervezas. Los amigos excusan sus visitas hasta que lleguen tiempos mejores.
Cuando te armas de valor y bajas a la calle porque no queda más remedio, te pertrechas con calzado cómodo, ropa que transpire bien y arreas cruzando los dedos para que no se te olviden las llaves del coche o el teléfono móvil. Y por las noches rezas para que no te dé un patatús, porque la espichas fijo. Este pequeño cataclismo doméstico es el peaje que hemos de pagar por habitar espacios que no están construidos a la medida de nuestro tamaño real. Esta indefensión puede multiplicarse hasta el infinito en la peor de nuestras pesadillas.
El ascensor es un artilugio que hemos incorporado a nuestras vidas como un apéndice mecánico en el que no reparamos hasta que nos falta. Cambió nuestras vidas, la organización de las ciudades, la concepción de un nuevo estatus urbanístico. Alicante fue pionera en España en estas modernidades. El primero se instaló en 1903 en un edificio situado en la esquina de la Rambla con el Portal de Elche que se conoció como la Casa del Ascensor. Un lujo que pronto se convirtió en una herramienta básica para recluirnos en celdas urbanas con las que hincharse a ganar dinero en unos pocos metros cuadrados. Benidorm no le debe tanto a Pedro Zaragoza como a los Otis, los Schindler o los Thyssen-Krupp, que Dios tenga en su gloria y sin ascensor.