Si el pasado 23J hubieran ganado los que dicen que han ganado, el PP, el pacto con los que ni siquiera hace falta que reconozcan que son los verdaderos perdedores, el partido que veta a periodistas, habría sido suficiente para gobernar. Y, previsiblemente, la coalición habría resultado perjudicial para cosas que no me afectan en absoluto. No directamente. El hijo gay, o transexual, que no tengo, por ejemplo, me habría preocupado mucho cada vez que saliera a la calle con su novio de la mano. Mi inexistente hija la pequeña no habría recibido en clase de educación sexual ninguna lección sobre las medidas correctas para evitar contagios y embarazos indeseados. De abortar, ni hablamos. Quizá se habría recortado la investigación sobre el cáncer de ovarios que, evidentemente, no puedo padecer. No habría podido acercarme a la biblioteca que no piso jamás a buscar un libro de Enric Valor. El vecino colombiano que no vive en mi edificio habría tenido aún más problemas para sacar adelante a su familia y arreglar sus papeles. Los carriles-bici por los que nunca transito habrían sido reducidos a la mínima expresión. Algún amigo imaginario de la Barcelona en que viví habría podido recibir sanciones, en el mejor de los casos, arrestos o golpes por el mero hecho de defender la independencia de Cataluña, ideal que no comparto en absoluto. Y el dios que no existe habría podido incidir en el examen de acceso a la universidad de la sobrina que aún no me ha dado mi hermano. Este, mi hermano, sí es real.
Naturalmente, hay cosas que sí me afectan. Directamente. Los empresarios lo habrían tenido aún más fácil para que las condiciones laborales de mi oficio sigan sin mejorar ni valorarse. Los alquileres se dispararían sin freno. Y nadie movería un músculo por contrarrestar todo aquello que contribuye al calentamiento global y el cambio climático. Bueno, esto último nos afecta a todos, aunque no hay un solo gobierno que se implique de verdad. En cualquier caso, pensar solo en lo que sucede en el perímetro de tu ombligo es bastante triste. Lo que me alegró de verdad de los resultados electorales fue el triunfo de la diferencia. Del mestizaje. La derrota de un partido tan posibilista como el PP, al que no le importa dar alas a quienes restringen cualquier oportunidad de ser distinto, de sentirse distinto. Sin etiquetas, sin corsés, sin fronteras. Sin represión.
La matemática parlamentaria dice que ya no hay dos Españas, don Antonio. Pese al aumento del bipartidismo, es la España que piensa, habla y siente de una manera distinta, la periférica, tanto de derechas como de izquierdas, la que marca la suma de minorías que determina que nadie va a venir a helarnos el corazón, otra vez. La que impone en las urnas, que es la única manera de imponer que permite la ley, que no se debe pactar con los resentidos. Hasta en Bruselas lo han celebrado. Tanto el PP, en menor medida, como en las filas de Abascal, deberían recapacitar y comprender por qué nadie les quiere de vecinos, de socios, de compañeros de viaje. Hasta yo, que no tengo ningún sentimiento, ni siquiera ningún complejo identitario, me enorgullecí, por primera vez, de ser español. Frenar a los que llevan la bandera como único argumento, el odio y la negación como único programa político, es lo que marca el nivel de un país de este siglo. Hemos superado la prueba. Hemos sacado matrícula. Ahora, todos a trabajar contra el cambio climático. Ya, de una vez.