Ver el otro día el programa Malas compañías, presentado por Cristina Pardo en La Sexta, fue como escuchar otra vez el cuento en el que Caperucita campa a sus anchas por el bosque de la administración pública, el lobo está del lado de la ley y de la abuelita no se sabe nada, pero se sospecha que es un testaferro. Aunque aún hay que contrastar bien esta última información. Tratar de desentrañar el mecanismo de la corrupción política es, sin duda, un objetivo loable. Pero siempre deja ese regusto amargo en el que comprobamos que los monstruos no existen, que el dinero es lo opuesto de la energía porque siempre acaba por desaparecer y que los arrepentidos solamente se aclaran la voz cuando ya se les ha metido en casa el coro de los investigadores.
El gran problema de este tipo de empeños es que la solución es tan simple que no acabamos de entenderla. Básicamente, todo comienza con la connivencia entre un empresario que saca la baraja para jugar al póquer de las contratas y un político que apuesta todo lo que lleva encima porque se cree un maestro del parchís y, además, el dinero no es suyo. En medio, suele haber un intermediario que, cuando siente el frío de las noches en el calabozo, explica que se sentía como ante la cinta transportadora de equipajes en un aeropuerto y que le habían contado que podía elegir la maleta que quisiera. Cada mes. Al contado y en negro. En todo este tipo de programas, alguien defiende que el empresario solo trataba de ampliar su negocio y que el de las maletas solo era una pieza más dentro de la cadena de montaje y que ocupaba un puesto que podría haber ocupado otro. Es la miopía de los pícaros que tratan de echarnos la culpa a los demás. Lo difícil de explicar es lo de los políticos.
Da la impresión de que los corruptos de la política española son los mismos que hablan y contestan al móvil cuando están en el cine pensando que siguen en su salón. Pero a escala delictiva. Creen que su despacho no es más que una extensión de su casa y por eso cada vez que acceden a uno lo repintan y decoran a su gusto. La comisión de delitos es fácil de explicar. Los seres humanos llevamos siglos redactando códigos de conducta y normativas legales que reflejan que inventamos antes la trampa que la ley. Lo que más cuesta es adivinar el origen de la niebla que les impide ver la diferencia entre lo legal y lo ético o comprender que la incorrección de un cargo público no tiene calibre. Es decir, lo que parece un jeroglífico para quienes tratan de resolver el sudoku de la corrupción no es lo que ocultan los presuntos, sino lo que cuentan. No es probable que haya muchos políticos que reconozcan que han robado, sea cual sea la denominación jurídica de su delito, un abanico abierto entre el chalaneo de recalificaciones de suelo y la creación de empresas pantalla. Pero sí pueden admitir que han hecho favores como el de usar sus contactos para encontrar trabajo a un familiar, aceptar regalos o defender que a un viaje promocional se necesita que vaya toda la corporación municipal. Cuando, en realidad, es lo mismo. O, al menos, está en el mismo lado de la línea roja que jamás debería cruzar quien para el despertador cada mañana para afrontar una jornada de gestión pública.
@Faroimpostor