Decía el filósofo italiano Antonio Gramsci que “la indiferencia es el peso muerto de la Historia”. Qué razón tenía. En una sociedad cada vez más anestesiada por tantas noticias que nos causan miedo y frustración, por la parálisis a la que nos conduce esta situación tan extraña que nos ha traído la pandemia, a la que nos vamos tristemente acostumbrando, y además sumida en la auto contemplación del propio ombligo, es más fácil que nunca sucumbir a lo que el poder establecido decida por nosotros, sin mostrar una protesta firme, que demuestre que seguimos en pie. Una fe de vida que dé razón de que no estamos al borde del electroshock se hace imprescindible en estos momentos.
Que en estos trágicos momentos en que están falleciendo tantas personas a causa del coronavirus, pues en Europa ya vamos por medio millón de muertes, haya estas prisas por aprobar la ley de eutanasia, me resulta descorazonador, incomprensible y de mal gusto. Es más, me sumo a la postura del Comité de Bioética y de la Organización Médica Colegial, que se han mostrado contrarias a la aprobación de la ley. Para empezar, no creo que se haya pasado por el necesario debate social previo a su aprobación, en una cuestión de tanta trascendencia.
Muchos recordarán las idas y venidas previas a la aprobación de la primera ley de aborto y estarán tan sorprendidos como yo lo estoy de la celeridad con la que se ha aprobado esta ley. En segundo lugar, parece una medida facilona, que serviría en última instancia para aligerar la carga de la Seguridad Social de muchos pacientes que, tal vez, antes de tomar una decisión irreversible deberían tener en primer término la debida información y acceso a los necesarios cuidados paliativos. Y, en tercer lugar, porque parece que se ha consultado al Comité de Bioética ni a los facultativos médicos y otros agentes sociales, como habría sido lo aconsejable en este caso. Claro que en su propio nombre, Bioética, se justifica que con las prisas se haya eludido consultarle. Parece que se trate de paquetizar la muerte y aligerar su carga emocional.
Este tema tiene muchas derivadas, tanto jurídicas como médicas y de índole práctica. Para empezar, el tema del consentimiento del paciente, que debería ser indubitado y que el enfermo prestara en óptimas condiciones, estando mentalmente sano. La difícil línea entre la eutanasia y el encarnizamiento terapéutico también debería haber sido objeto de estudio previo.
Me comentan que algún amigo abogado ya está pensando en ofrecer sus servicios para la confección del testamento vital a sus clientes, a fin de dejar clara su intención en un caso de duda y tratar así de impedir que el Estado acabe tomando las decisiones más trascendentes sobre su persona, si se decidiera a eliminar en un momento dado a aquellos individuos más incómodos, que ocupan, consumen y son en definitiva una carga para la el sistema. Empezando por los ancianos y terminando por los enfermos crónicos dependientes. ¿Dónde está el límite de todo esto? ¿Quién podría evaluar y decidir en un caso de duda sobre la cuestión, sobre el destino de una persona privada de su voluntad, o con sus facultades mermadas, para decidir? Parece que vamos a tomar más tiempo y a dedicar más atención a las limitaciones de la capacidad de obrar que a una decisión de tanta envergadura. Pim, pam pum y en quince días ya estás listo con tu inyección letal.
La ley recientemente aprobada habla de “contexto eutanásico”. En este sentido, el diccionario de María Moliner define la eutanasia como “práctica que consiste en provocar la muerte o no alargar artificialmente la vida de un enfermo incurable, para evitar sufrimientos o larga agonía”. Por su parte, el diccionario de la RAE dice que es “el acortamiento voluntario de la vida de quien sufre una enfermedad incurable, para poner fin a su sufrimiento”. Estas definiciones, y las que al parecer presenta la propia ley, plantean numerosas incógnitas, que desde el punto de vista jurídico, no ya solo desde la pura ética, son enormes, como las que propone Federico de Montalvo, presidente del Comité de Bioética de España, cuando en un magnífico artículo del pasado viernes plantea la pregunta de si cabe proclamar un derecho a morir o si dicho derecho es una contradicción en sí misma.
Termina diciendo este artículo, que les pido encarecidamente que lean, lo siguiente: “Como detalladamente explicara el Comité de Bioética de España en su reciente Informe de 6 de octubre de 2020, cuando hablamos de despenalizar la eutanasia no solo estamos ante un problema médico, sanitario o social, sino también ante un problema esencialmente jurídico, porque se asienta, con el debido respeto para sus defensores, en una errónea construcción de los derechos fundamentales y, peor aún, de un concepto tan valioso en el terreno del Derecho como el de la dignidad”.
No digo no a la eutanasia en cualquier caso y situación, pues de hecho considero imposible hacerlo dada la casuística tan amplia que supone la vida, pero sí considero que unas prisas excesivas e injustificadas nos han traído hasta esta aprobación, de consecuencias prácticas más que dudosas. Y, a todo esto, con los médicos que han de aplicarla ni se ha contado y parece que su derecho a la objeción de conciencia está en cuestión. La puerta de las reclamaciones judiciales está abierta de par en par.