Estamos a punto de que se cumpla la semana decimocuarta del estado de alarma en España, que afortunadamente va a levantarse el próximo domingo. Una situación en la que jamás creímos que podríamos vernos inmersos, salvo, tal vez, algún visionario creyente en ciencia ficción y guerras bacteriológicas. Quién nos lo iba a decir que este 2020, cuando apenas lo habíamos estrenado, se iba a convertir en el año del coronavirus, en que nos perderíamos la primavera encerrados en casa, aplaudiendo en los balcones cada día con menos fuerza hasta dejarlo estar, y enterraríamos a decenas de miles de personas, sin acompañarlos en sus últimos momentos y escasamente en su velatorio. Tras del encierro hemos ido recobrando paulatinamente la calma y hemos podido empezar a salir, si bien con cierto recelo, pues no admitimos un vecino a cara descubierta en el ascensor y usamos como posesos el desinfectante. También creemos que los de confianza no nos van a contagiar, cuando, obviamente, durante la fase dura del confinamiento las transmisiones se tenían que estar produciendo en los hogares y en las residencias, puesto que estábamos todos dentro, ¿dónde, si no?
Las víctimas no hablan. Por ellos y por todos nosotros, por nuestra tranquilidad, deberíamos investigar y averiguar hasta las última consecuencias qué sucedió en estos meses. En primer lugar, deberíamos conocer el origen verdadero de la enfermedad, si zoonosis, si ataque biológico, si imprudentes jugando con fuego con quién sabe qué propósito, si murciélagos, serpientes o pangolines. En segundo lugar, por qué en España, Italia y Reino Unido ha habido tantos casos y por qué la pandemia ha arrojado tan nefastos resultados en nuestro país, a pesar de la dureza extrema de las medidas adoptadas por parte del Gobierno. En definitiva, qué es lo que hemos hecho tan mal, aparte de lo de las concentraciones de gente cuando ya se sabía la que nos venía encima, de tener la sanidad pública medio desvencijada, de estar desabastecidos de equipos de protección, de no haber comprado los materiales necesarios a tiempo, o haber confiado en destripaterrones o sinvergüenzas para tan delicado cometido, o de haber ninguneado el uso de mascarillas durante tanto tiempo con evidente ligereza, entre otras muchas cosas. De lo de los test ni hablemos ¿por qué seguimos sin hacer test masivos a la población? Es preciso hacer este ejercicio de averiguación, para evitar que nos pueda volver a suceder lo mismo a la vuelta del verano, o bien dentro de dos años, quién sabe. Es decir, para tomar medidas. A todo esto, ¿cuándo piensa actuar a este respecto la Fiscalía General del Estado? ¿No está para investigar? ¿No sería lógico que interviniera en este caso de tanta trascendencia? Digámoslo claro, urge una reforma legal para asegurar la independencia, correcto funcionamiento y la credibilidad de este importante órgano para el sistema democrático. Necesitamos que se haga justicia.
Los muertos no hablan, claro, pero las cifras de más de 40.000 fallecidos son bastante expresivas per se. Y deberíamos reflexionar, sin pretender ahora echarles la culpa exclusiva a las residencias de mayores del fallecimiento de sus residentes, sobre si nos hemos convertido de un plumazo en una sociedad eugenésica, que justifica que a los mayores no se les preste atención médica en determinadas circunstancias, o hasta dónde llega nuestra ética, o si nuestra ética está reñida con nuestros medios materiales y hemos de admitir, finalmente, que estos son finitos. Hemos de admitir, además, que la ilusión de que nuestra sanidad era la mejor del mundo no ha resistido la presión de la situación de crisis del Covid-19, por más que el personal sanitario se haya esforzado mucho. Esta ha sido una gran desilusión, que ha demostrado nuestra vulnerabilidad.
Me gustaría vivir en un país en que alguien se hiciera responsable, pidiera perdón y dimitiera por todas las cosas que se han hecho mal en esta crisis. En que los ciudadanos hubieran aprovechado el tiempo de confinamiento para reflexionar sobre su situación personal, y para aprender más sobre los derechos y deberes que los asisten, en vez de consumir telebasura. Un país en que los niños accedan a una educación de nivel, en la que se les enseñe a pensar por sí mismos y a no someterse a lo que otros les digan lo que es o no aceptable pensar. Me gustaría que mi país hubiera aprendido las lecciones positivas que nos ha traído también la pandemia y que fuéramos capaces de aprovechar la coyuntura para dar un giro hacia el progreso, la innovación y el desarrollo a todos los niveles. Ojalá así sea.