Les escribo cuando se cumplen exactamente cuarenta días desde que el Gobierno decretó el Estado de alarma en nuestro país y decidió encerrarnos a todos en casa. Cuarenta días, con sus cuarenta noches, en los que hemos pasado por todo tipo de momentos anímicos y situaciones, desde compras compulsivas movidos por el terror a la pandemia, hasta la exploración de nuestra vena repostera y más glotona, pasando por múltiples –y cansinos, a qué negarlo– vídeo-chats de grupo, en los que acaba habiendo más conversaciones que personas. Y estamos ya todos un poco trastocados.
Piensen, por un momento, en aquellas personas que traían determinados problemas de antes; en las parejas cuya felicidad aparente estaba sustentada en coincidir lo justo en casa y en los partidos de fútbol; en las personas cuya salud dependía de terapias repetitivas fuera del hogar, que no están pudiendo seguir ahora; o en todas aquellas mujeres a las que el confinamiento ha obligado a convivir las veinticuatro horas del día con sus peores enemigos. Pero, por encima de todo y de todos, piensen en los niños. Pensemos en los niños.
Los niños necesitan sol, aire, correr y jugar para su íntegro desarrollo. Necesitaban desde el primer momento haber podido salir a la calle todos los días, como se ha hecho en los países más avanzados. La medida de confinamiento está siendo de una crueldad inusitada para ellos, sobre todo los que viven en peores situaciones. Las dudas e imprevisión del Gobierno en estos días, a la hora de decidir en qué condiciones podrían salir los pequeños a la calle, han sido patéticas. Me pregunto, y disculpen la comparación, ¿por qué los perros han podido salir desde el primer momento y en cambio los niños no? Y, es más, ¿por qué los de quince a dieciocho siguen sin poder salir a darse un paseo? ¿en qué motivos, si es que existe alguno, se sustenta esta decisión?
En realidad deberíamos poder salir todos y cada uno de los ciudadanos españoles a la calle, al haber transcurrido ya la cuarentena. Los niños, los jóvenes, los adultos y los ancianos. Todos. Ya somos conscientes de las medidas necesarias de distancia social, de la conveniencia de usar mascarillas, de la obligación de lavarnos las manos con frecuencia. Por tanto, tenemos el derecho a exigir poder ejercer nuestra propia libertad ya.
Los ancianos son las personas de mayor riesgo, por tanto deberían tener especial cuidado y valorar si les conviene o no salir, así como todos los individuos de cualquier edad con problemas de salud. Los enfermos y las personas con las que conviven son quienes han de estar realmente en aislamiento. Y los demás tenemos que seguir adelante. Ya hay muchos inmunizados con análisis hechos y que siguen encerrados, lo que tampoco tiene sentido, entre los miles de despropósitos de esta crisis. Otros muchos están inmunizados, pero no lo saben, porque aún no se han hecho test masivos, pese a las recomendaciones de la OMS y a lo que dicta la pura lógica, ni tan siquiera a muchos sanitarios. Por el contrario, se les van a hacer a los futbolistas, para que vuelvan a los entrenamientos. Es de gilipollas, francamente.
Entiendo que algunos querrán seguir quedándose en su casa: deberían tener derecho a ello. Otros, por el contrario, queremos poder salir cuando lo estimemos oportuno. Ya ha pasado el momento de pánico, provocado por los numerosos contagios, consecuentes a las grandes concentraciones que tuvieron lugar en marzo. Concentraciones que fueron el origen del mal y de que España ostente una triste ratio mundial, en número de contagios y de fallecidos. Es terrible para todos y estamos desmoralizados, pero no podemos quedarnos así por más tiempo, cruzados de brazos, asistiendo pasivamente a la ruina de nuestro país. Todas las actividades económicas, todas las empresas y establecimientos han de tener la opción de abrir sus puertas, a decisión de sus propietarios, siempre cumpliendo las necesidades sanitarias que correspondan. Y ello independientemente de que se impidan las grandes concentraciones, eso sí, por un largo período de tiempo.
El virus está aquí para quedarse y la vacuna va a tardar. Entretanto, tenemos que volver poco a poco, pero sin pausa, a la vida normal, dentro de lo que se pueda considerar normal a partir de ahora. Y recuperar nuestra libertad de movimiento, nuestro derecho a la información –a la que libremente elijamos, cada uno de nosotros–, sin censuras que creíamos felizmente superadas a estas alturas. Y mantener nuestro derecho a la libertad de expresión. Parafraseando a Casimiro García Abadillo, basta de jibarización del Estado de Derecho. Urge que nos sean reintegrados nuestros derechos y libertades constitucionales.
La vida es riesgo, uno puede salir a la calle y ser atropellado, otro morir de un infarto mientras corre. Es un riesgo que se nos entregó con el primer llanto al nacer. Pero no podemos perder nuestra libertad, eso es lo último, francamente. Como diría el doctor Candel, “Spiriman”, conocido YouTouber, hemos de asumir nuestra responsabilidad de ser libres. O, en palabras del llorado Marcos Mundstock, de Les Luthiers, tristemente fallecido esta semana, “la vida hay que vivirla, que es para lo único que sirve”.