Lo único que nos falta en este escenario pandémico en el que nos movemos, y al que hemos venido a llamar realidad, es que nos confinen por bares, como jocosamente decían hace unos días mis amigos Andrés y Gonzalo. La mayoría de la gente está ya que no se aguanta en casa y necesitada de salir a tomar una cerveza al bar de la esquina. Ver a otros, juntarse con los amigos, caiga quien caiga. Los abrazos se intuyen en ese impulso que ha de ser refrenado, ahora que nos hemos vuelto, sin comerlo ni beberlo, más distantes.
Pero la contención no va con nosotros, con nuestra manera de ser, de ahí que se nos haga tan difícil no abrazar ni besar a quienes queremos. Hay quienes no salen de su barrio y se juntan cada día con los mismos parroquianos de terraza, antaño de barra, hoy demonizada como si fuera un instrumento del maligno. Menos mal que en Alicante se puede estar en la calle. Algunos viven lo de salir de casa como si se tratara de una aventura a lo Indiana Jones. Otros, en cambio, no se asoman ni al quicio de la puerta, por el temor de que el virus los ataque y acaben dando con sus huesos en un pasillo cualquiera de un hospital.
Hacen bien los que se atrincheran y es respetable, pues sin duda cada uno ha de poder decidir cómo protegerse, sobre todo las personas de riesgo. En la otra cara de la moneda, da la impresión que de salud mental cada vez estemos peor y que el virus haya precipitado algunas de nuestras peores obsesiones. El miedo es libre y el machaque de los medios de comunicación, zurra que dale con las dichosas cifras, excesivo y acongojante.
Muchos aceptamos que esto es lo que hay, que tenemos que seguir adelante a pesar de todo, y nos vamos de juzgados y luego a hacer una PCR, que para eso es viernes. Para los solteros, el test de antígenos en las farmacias puede aliviar en parte el cruel celibato, en plan “si quieres venir a cenar a casa, tráete el test recién hecho”. La verdad, si no fuera imposible tal cosa, diría que quien soltó el virus era una panda de religiosos ultras del norte de Europa, con el avieso propósito de meternos en cintura, obligándonos a modificar nuestras costumbres.
Nada de ir de discotecas a lugares del maligno; a las doce en casa, como La Cenicienta y las chicas de bien; o se cena a las ocho y no sé cuántas limitaciones más. Cuando pienso que hace solo un año me perdí con mis compañeros del cole en ese antro de la capital atestado de gente llamado Medias Puri, en el que no se podía uno ni mover por la sala sin riesgo de desaparecer entre las hordas, no doy crédito. Las cosas han cambiado mucho en poco tiempo y tal vez sigamos deseando infructuosamente que vuelvan a ser como antes.
Visto ahora con la debida perspectiva, hay que ver lo felices que nos sentíamos en verano, cuando quisimos creernos los cuentos de Pedro y el lobo, pero al revés. En esa ocasión nos contaba Pedro el cuento de que el virus había sido aniquilado y no teníamos nada que temer. Y nosotros, cuan almas cándidas que queríamos creer en las hadas, nos lo tragamos enterito y nos relajamos, porque era mucho mejor pensar esto, que no en plan fatalista que el virus no pensaba rendirse así como así. Auto convencernos de que todo estaba solucionado nos confirió un alivio necesario, en un momento en que estábamos psicológicamente desbordados tras el tiempo de confinamiento.
Siendo sincera, no todo fue malo durante aquellas catorce semanas en casa. Muchas personas lo vivieron como un período horrible, pero he comentado con otras muchas lo bien que estuvieron. A mi amiga Marisa Ayesta, prolífica donde las haya, le sirvió para escribir otro libro, que verá la luz en unos días. En mi caso, pude por fin terminar la corrección de mi primera novela, A contratiempo, que está a punto de caramelo también. Otro amigo me confesaba hace unos días lo mucho que había disfrutado de ese tiempo con su hijo, por primera vez en su vida y que lo consideraba un verdadero regalo.
Ahora todo es diferente, pero no necesariamente peor que antes. Necesitamos aceptar el hecho de que no vamos a poder disfrutar de una Navidad como las de costumbre. Lo de juntarnos los dieciocho de dos provincias diferentes en una casa a cenar todos juntos parece un deseo utópico a día de hoy, cuando queda poco más de un mes para la Nochebuena. Pues bien, que el ánimo no decaiga, hagamos las cosas de otra manera, vivamos las fiestas más hacia dentro, con los que podamos compartirlas. Es, sin duda, un esfuerzo inconmensurable para las personas de más edad, pero no parece que nos quede otra que apechugar con la situación y seguir poniendo al mal tiempo buena cara, a la espera de auténticas buenas noticias en esta dura guerra contra la pandemia y sus múltiples consecuencias.