vals para hormigas / OPINIÓN

Carmen y Miguel

10/04/2019 - 

Voy a llamarle Miguel por llamarle de alguna manera, pero vive en uno de esos pueblos de Alicante donde es fácil adivinar el nombre y los apellidos de cada vecino, con apenas variaciones. Es alto, moreno, delgado y guapo. Guapo en la manera en que no incomoda, simplemente guapo. Trabaja en una estación de autobuses que es como todas, antigua y en cierta forma, sórdida, da igual si apenas lleva unos años abierta. Las estaciones de autobuses tienen ese cariz descuidado, sucio y hasta un poco clandestino que vamos dejando los seres humanos cuando pasamos por algún sitio. Y por todas ellas, estén donde estén, transita demasiada gente. Miguel viste un uniforme de los que suelen repartir las empresas que dan trabajo a discapacitados, entre asépticos y azul marino. Y su cometido es el de barrer la estación, los andenes de la estación.

A su lado tiene una compañera que no da la menor impresión de llamarse Carmen. También con el mismo uniforme, medio de hospital, medio de colegio concertado venido a menos. Carmen conduce un carro en el que lleva los útiles de limpieza, trapos, aerosoles, cubo, fregona, bolsas de plástico y rollos de papel. También guarda en un bolsillo un manojo de llaves, lo cual le da cierto aire de responsabilidad. Va de un lado a otro sin parar, friega, vacía las papeleras y los ceniceros, entra y sale de los aseos, entra y sale del cuarto de limpieza para cambiar el agua de los cubos. Y cada vez que cierra la puerta, toma aire. Miguel solo barre. Concienzudamente y muy despacio. Ve una cáscara de pipa, la introduce en el recogedor y mira a su alrededor, como esperando que caiga otra para barrerla al vuelo. Da un paso y se detiene a escudriñar el suelo para comprobar si lo tiene que barrer. Levanta la última colilla de los andenes, que alguien acaba de tirar. Después, Miguel va junto a la puerta del cuarto de limpieza, enciende un cigarro, siempre con movimientos lentos. Espera a Carmen y juntos charlan un momento. Ambos se ríen. Y reanudan su trabajo.

Carmen y Miguel son discapacitados intelectuales, dos de esas alrededor de 100.000 personas de toda España que van a poder votar por primera vez en las próximas elecciones. Lo cual es, sin duda, un avance, porque hasta ahora solo constaban en el recuento de promesas electorales. Y hasta ahí, como un equipo maldito que nunca pasa de cuartos. Su colectivo desaparece el mismo día de la votación, a las puertas de los colegios electorales, asomados a la urna en la que sus familiares sí pueden elegir. Después, solo cuentan para la oposición, sea cual sea, en el que caso de que no tenga nada mejor que afear al partido gobernante, sea cual sea, que la ausencia de programas efectivos para la discapacidad. Y sin embargo, uno ve a Carmen abrillantar unos asientos, justo antes de que otro viajero se siente en ellos, o comprobar cada vez que ha cerrado bien cualquier puerta, que ha depositado correctamente las llaves en el bolsillo, y toma aire, como ella, ante un trabajo bien realizado. O ve a Miguel repasar metro a metro su ámbito de actuación, lento como el tiempo de quien espera, y cree que nunca rematará una labor como él. En un mundo neurotípico y condescendiente, en el que la incompetencia y la inmediatez están tan sobrevaloradas, basta un rato en una estación de autobuses para entender que nos queda mucho que aprender. 

@Faroimpostor