Pensaba, hasta hace unos días, que mi capacidad para escuchar cosas chirriantes estaba sobresaturada. Sin embargo, después de las manifestaciones de la ministra de Educación y Formación Profesional, Isabel Celaá, de hace unos días acerca de los hijos y los padres he comprobado con satisfacción que puedo aguantar lo que me echen. La ministra se ha descolgado con unas afirmaciones difíciles de entender, que han causado un gran revuelo mediático: “El derecho fundamental que asiste a toda persona, asiste a toda persona desde su nacimiento; por tanto, no podemos pensar de ninguna de las maneras que los hijos pertenecen a los padres”. Esta buena señora para mí que se ha hecho un lío monumental y ha acabado mezclando churras con merinas.
Si bien es cierto que los niños son titulares de derechos fundamentales como cualquier persona por el hecho de serlo, también es cierto que tienen su plena capacidad de obrar limitada hasta la mayoría de edad y que sus padres o tutores son quienes la complementan hasta dicho momento. A partir de entonces, en condiciones normales los jóvenes pueden ejercer todos sus derechos en plenitud de facultades; pero también, en el reverso de la moneda, son responsables de sus actos a todos los niveles, tanto desde el punto de vista civil como penal.
Por lo tanto, con respecto a la primera parte de la afirmación de la ministra diríamos que no es exacta, por cuanto los menores de edad tienen como aspiración todos los derechos, pero no los pueden ejercer en plenitud de facultades, como es bien conocido: no pueden decidir por sí mismos abrir una cuenta corriente, votar, pedir que se les expida el DNI ni sacarse el carnet de conducir, entre otras muchas cosas. Ni, hasta el momento, abortar sin permiso de sus padres.
Obviamente tienen derecho a la vida y a recibir una educación y formación integral, a ser alimentados y atendidos, pero no, más que a partir de determinada edad, a ser escuchados en juicio, por ejemplo, ni a decidir qué uso le dan al teléfono móvil, ni a consumir alcohol. Tampoco pueden escoger su colegio o su lugar de residencia. Para eso están sus padres. Bueno, para eso y para muchísimas cosas más, si no pregúntenle a mi madre, cuatro hijos, que el otro día me decía que el deber de cuidado de los padres hacia sus hijos dura toda la vida, incluso cuando los hijos tienen cuarenta años, o más. Y cuando los padres nos faltan, a cualquier edad, nos sentimos náufragos desasistidos, porque ellos son nuestro referente y querríamos poder tenerlos siempre a nuestro lado. A ellos, no a papá-Estado.
No entiendo adónde quería llegar la ministra con su afirmación. Pensemos, si queremos concederle el beneficio de la duda, que sus palabras tal vez tenían un trasfondo más metafórico, como el que les dio el poeta Khalil Gibran, cuando escribió que “Tus hijos no son tus hijos. Son hijos e hijas de la vida deseosa de sí misma. No vienen de ti, sino a través de ti y aunque estén contigo no te pertenecen”.
Si no lo dijo con esa intención, sinceramente rechazo de plano la afirmación. Evidentemente los hijos no son propiedad de los padres, son individuos que merecen el respeto como cualquier otra persona, pero ni mucho menos son tampoco propiedad del Estado, como parece atisbarse en el trasfondo de la afirmación de Celaá. Tanto, que recordemos que éste era uno de los mantras de diversos regímenes totalitarios de uno y otro signo del pasado siglo. Y adentrarse ahí es tomar un peligroso camino.
Los padres amamos a nuestros hijos por encima de todo, queremos lo mejor para ellos. Y, como he visto en un hilarante vídeo de un youtuber algo venado hace unos días, si no son nuestros, que venga la ministra a cambiarles los pañales, a pagarles el colegio y comprarles la bicicleta. A ver, es de esperar un poquito de sensatez y más en quien se dedica a capitanear una materia de esta relevancia.