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Y así, sin más

Artistas o supervivientes en el país que ni Hacienda les comprende

17/08/2024 - 

ALICANTE. Llevo semanas pensándolo. Desde que hice la Declaración de la Renta, realmente, me ronda. Es algo que hace que me hierva la sangre. En la sociedad actual, los artistas a menudo se enfrentan a un estigma persistente: la percepción de que su trabajo no es “real” trabajo.

Esta visión, que a menudo nos tilda de vagos, ignora la dedicación, el esfuerzo y la pasión que conlleva la creación artística desde la danza hasta la actuación, pasando por la escritura, la música, el diseño de moda, el estilismo, la fotografía, el interiorismo, el diseño gráfico, la dirección cinematográfica o artística y un largo etcétera de profesiones que quizá desconocemos porque no son las habituales. Aquí podríamos añadir a periodistas, graduados en Bellas Artes y todas aquellas personas que produzcan algo que, realmente, se ve pero no corre palpándose entre la sociedad; que existen, pero no materialmente como tal. Me atrevería a añadir aquí a mis amigas y amigos modelos –a los que llevan la palabra “súper” delante y a los que no– porque todo el mundo les dice “qué guay ser modelo”, pero después he escuchado los “¿Ese? Si ese no ha dado un palo al agua en su vida” sin saber ni entender todo el trabajo que hay tras una modelo. Todos hemos aguantado ser, para alguien, “los de la moda”, “los del arte”, “los raritos”, “los que se comen demasiado el coco”, “los superficiales” y un largo etcétera de indefiniciones.

La idea de que los artistas son vagos proviene de una falta de comprensión sobre lo que implica ser un creador. La creación artística no solo requiere talento que viene innato, sino también una gran cantidad de tiempo, práctica y perseverancia. El talento está bien, sí, pero como un futbolista, tenista o waterpolista, si este no se pone en práctica no servirá de nada. Hay que entrenar diariamente.

Los artistas pasan horas perfeccionando su técnica, investigando y buscando inspiración. Este proceso, aunque no siempre visible, es fundamental para la producción de obras significativas. Parece que vivimos en una sociedad en la que si tu trabajo no conlleva sudor y fuerza, salvar vidas, mantener limpias nuestras calles, levantarte a las seis de la mañana o luchar contra los malos, es mucho menos digno que el de otros.

Y la verdad, ¿queréis que os cuente cuál es la verdad cuando hablo sobre los artistas –como si fuese John Berger en aquel manuscrito que tan bien le vendría leerse a más de uno antes de hablar sobre nosotros–?

Ser artista es no dormir todas las noches del tirón porque eres autónomo –pero no uno de esos que llegan sobrados a fin de mes– y no saber si tu siguiente proyecto lo querrá alguien o si, tan siquiera, volverás a tener una buena idea para materializar; un proyecto al que darle vida. Ser artista es empezar, siempre, haciéndolo gratis y ya luego, si funciona, “vemos si te pago”. Ser artista es estar dormido y tener una idea, que te hace levantarte de madrugada a escribirla antes de que se te vaya y también que, durante meses, no te llegue nada bueno sobre qué crear, pero seguir poniéndote frente al ordenador a ver si llega: que la inspiración te pille trabajando como decía Jesús del Pozo. Ser artista es dejar de lado tu vida social, muchas cosas que sí que harías, porque necesitas más tiempo para terminar tu pintura o, en mi caso, un proyecto literario –creedme cuando os digo que son muchas horas de decir que no–. Ser artista es aguantar que te insistan y no ceder, porque es normal: las personas quieren verte. Ser artista es, sobre todo al principio, haber trabajado mucho y no tener dinero a esperas de que funcione y llegue.

De estas profesiones que recojo bajo el genérico de “artistas”, gran parte de ellas, para Hacienda no existen. Da igual que haya en España haya más de veinte Facultades de Bellas Artes, no sé cuántas empresas dedicadas al sector de la Moda Española, que ya tiene hasta Academia propia, ni un grado oficial relacionado con la escritura creativa o tantos miles de libros salgan al mercado anualmente en nuestro país. En la Agencia Tributaria estamos en el epígrafe «Pintores, escultores, alfareros y ceramistas» bajo el título de Profesiones Liberales, Artísticas y Literarias. Claro que ahora hemos mejorado, porque hasta no hace mucho estábamos todos metidos en la categoría de «Payasos, Trapecistas, Domadores y Toreros».

Yo –y creo que hablo por bastantes compañeros míos– acepto lo de payaso porque, ¿a quién no le va a gustar hacer reír?; de buen gusto te admito lo de trapecista –aunque soy incapaz de quedarme con una sola pierna–; te paso lo de domador si eso porque fieras me he encontrado varias en mi vida y te pongo la cruz en lo de torero.

Debido a esta percepción errónea, los artistas a menudo sienten la necesidad de justificar su trabajo y su valor. A diferencia de otras profesiones, donde el éxito puede medirse de manera más tangible, el valor del arte es subjetivo y a menudo subestimado. Sin embargo, el impacto del arte en la sociedad es innegable: nos inspira, nos desafía y nos conecta. Pero no es suficiente. Algo falla.

Es crucial que como sociedad valoremos el trabajo de los artistas. Esto no solo implica apreciar sus obras cuando ya están en el mercado, llevan diez ediciones –o no sé cuantas ventas en galerías de arte, reproducciones en Spotify o entradas vendidas– y el resultado es palpable, sino también entender y respetar el proceso detrás de ellas. Al hacerlo, podemos desmantelar el mito del artista que no trabaja y celebrar la contribución vital que hacen a nuestra cultura y bienestar. Parece que ya hemos olvidado que, en tiempos de pandemia, Netflix aumentó por diez sus suscripciones, La Casa del Libro y Amazon vendían diariamente miles de libros y, Spotify, echaba humo reproduciendo los temas que, nuestros artistas, componían encerrados. Pero eso se nos ha olvidado. O que no nos interesa recordarlo para evitar dar una mínima ayuda en lugar de la zancadilla o la mano al cuello.

Y así, sin más, si este complot entre Hacienda y la calle contra los artistas tiene un fin, no lo demoréis más: ponednos ya, no sin razón, en el epígrafe de los gilipollas por aguantarlo. O, mejor dicho, ponednos en un epígrafe de supervivientes.

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