Supongo que todo el mundo está al tanto del culebrón corporativo de la semana pasada: la frenética descomposición y recomposición del consejo de administración y despido fulminante y readmisión más rápida aún de directivos en las sociedades del grupo OpenAI tras haberse desatado una lucha interna, cuyas raíces se hallarían en el desencuentro filosófico entre dos facciones en pugna dentro de la start-up, que replicarían a escala interna el debate que existe en el mundo: los ralentizadores vs los aceleradores del desarrollo de la inteligencia artificial (IA).
En IA hay muchas cuestiones problemáticas. Yo observo cansinamente que el interés lo absorbe el asunto tecnológico–ético (Philip K. Dick ha traumatizado a muchas generaciones). No voy a entrar a analizar, porque es evidente que carezco de conocimientos sobre la materia, si un programa podría eventualmente adquirir consciencia de su propia existencia y esclavizar, primero, y luego aniquilar la raza humana. Estos problemas me parecen acrobacias intelectualmente fascinantes si uno es Descartes 2.0 o aspira a serlo. Mi preocupación es bastante más mundana, práctica y de los euros. Así que, de momento, estas disquisiciones teóricas se me antojan de segunda fila, aunque estén siendo tratadas como si Skynet estuviera al acecho. La alerta sobre un villano ficticio futuro creo que nunca debería eclipsar, pese a lo fascinante de la proposición, la necesidad de adoptar cautelas y medidas preventivas contra los villanos presentes.
Mi objetivo es reubicar el foco de atención para alumbrar los problemas actuales, que nos obligan a fijarnos en nuestra miserable y poco glamourosa realidad y relajar los debates místico-futuristas: cuestiones de competencia y regulación.
Este unicornio tecnológico tiene una configuración societaria delicada y algo vulnerable a la captación empresarial, dadas las fuentes de financiación de las que se ha servido. Inicialmente, OpenAI se constituye como una sociedad sin ánimo de lucro, que se financia con aportaciones de inversores, muy ricos, pero algo tacaños (entre ellos, Musk). Yo me voy a ahorrar las opiniones que tengo sobre señores con monóculo erigiéndose en mesías social para hacer el bien a la humanidad cuando no son capaces de pagar un salario digno a sus trabajadores y están a una miserable derogación normativa de sacar el látigo. Como este modelo basado en el puro altruismo, por lo que sea (no es insultantemente rentable), no funciona tan bien como pronosticado, tienen que rectificarlo.
*Insértese aquí el discurso mil veces repetido de por qué los fines sociales han de ser perseguidos por la Administración y no por cualquier empresario con complejo de Ungido, igual que este ejemplo me sirve para ilustrar razonablemente bien las razones por las que la investigación no directamente comercializable no la lidera la empresa privada, que normalmente entra para sacudir la piñata de los dividendos.*
La reformulación de vestidura societaria se produce en 2019, cuando este selecto grupo decide que probablemente las bonificaciones y deducciones fiscales ya no merecen la pena y constituyen una filial, esta vez ya sí, con ánimo de lucro. Back to basics. El problema que tienen las start-ups es que obtener capital con el que desarrollar proyectos es una ardua tarea porque el riesgo que están dispuestos a asumir los financiadores tradicionales es relativamente bajo y cuadra mal con la naturaleza de los proyectos que emprenden estas sociedades, que son disruptivos, intensivos en capital y con alta probabilidad de fracaso.
A este riesgo propio de los mercados tecnológicos con desalentadora tasa de éxito (aunque, cuando se acierta, se gana el jackpot, de ahí el interés no caritativo de otro tipo de operadores, que no son ni mucho menos fools) se tiene que adicionar un ulterior peligro: los mercados donde el peso relativo en el producto del uso de datos es elevado (por cuestiones de economías de escala y alcance, y tremendos efectos de red directos e indirectos) tienden a la concentración extrema. Así que el riesgo que asume el inversor no sólo proviene de las características de la actividad económica, sino del fracaso en la competencia con el resto de operadores (en la medida en que no puedan crearse jardines vallados florecientes o coludan con éxito). Y en este mercado no se andan con chiquitas.
Justo cuando la lacerante necesidad de fondos y los escasos voluntarios para asumir el riesgo hacen abandonar el experimento filantrópico y obligan a dirigirse hacia el lucro, con atractivos retornos para los socios (directos e indirectos), pasaba inadvertidamente por ahí Microsoft, quien termina participando en un 49% el capital, sin, curiosamente, un asiento en el consejo. Esta naturaleza de socio “minoritario” sin nombramiento de consejero, determina, seguro que por pura carambola inintencionada, que no pueda considerarse formalmente que ostenta el control de la start-up y consecuentemente se ha eludido un escrutinio de competencia por concentración. Yo no quiero entrar hoy en este debate, pero igual deberíamos replantearnos los indicios de control a la vista de lo rápido que han vuelto las aguas a su cauce y la reestructuración planteada del board a gusto de Microsoft, cuando ésta ha dado un golpe en la mesa y ha anunciado, entre otros, la posibilidad de absorber todo el capital humano que había amenazado con seguir a Altman.
Este ascendiente sobre OpenAI se refuerza con una red de estrecha colaboración cimentada en contratos de exclusiva, con los que se habría bloqueado a la start-up. En ellos Microsoft se habría convertido en su único proveedor de cloud, además de haber restringido la disponibilidad de los productos a otros buscadores distintos de los de Microsoft y se serviría de la tecnología desarrollada por OpenAI para integrarla en sus propios productos que comercializa a terceros. En resumidas cuentas, un panorama global algo sospechoso desde una perspectiva de competencia, donde se observa que, con argucias jurídicas, más o menos burdas, se puede esquivar la primera línea de defensa pública.
Los instrumentos ex ante están fallando ostensiblemente en el mundo digital y estamos permitiendo que muy pocos operadores tengan un control absoluto de herramientas poderosas. Pero la realidad es que estos mercados, por la propia dinámica, iban a tender, naturalmente, al monopolio. Podremos supervisar cómo se concentra, pero no podemos evitar que se concentre, porque la forma eficiente de operar demanda este tipo de estructura. Ésta no es, desgraciadamente, la guerra que hemos de luchar. Donde sí hay margen es en el control del uso y abuso que se hace de las herramientas por los dominantes, y que afecta a todo tipo de operadores que se relacionan con ellos.
La competencia, no obstante, es insuficiente como escudo por dos razones; el primero es que las empresas que van a aplicar estos productos de IA adquiridos a los dominantes no son necesariamente dominantes a su vez. El segundo es que los abusos excluyentes o de explotación no son el único bien jurídico que pueden lesionar. Por eso, el segundo caballo de batalla, y el más importante, es la estrategia regulatoria. Lo que sucede es que en esta área tenemos unos intereses complicados de encajar porque, siempre latente en cuestiones regulatorias, se plantean temas de política industrial. La respuesta a qué clase de empresas *privadas* queremos que dominen el panorama de la IA y dónde están domiciliadas determinará el diseño de la regulación sectorial europea. La propuesta de reglamento europeo para la regulación de la IA, que está en fase de negociación, persigue una IA responsable: más segura, transparente, rastreable, no discriminatoria y verde. Plantear oposición a estas ideas es complicado políticamente. Eppur, se está liderando la resistencia a una regulación “intensiva” de la IA por el eje aceleracionista franco-italo-germánico, sacudiendo el fantasma de la IA China para liberar todo el poder (de opresión) de las IAs europeas.
No quiero presentar un planteamiento maniqueo entre aceleradores y ralentizadores. Pero sí subrayar dos ideas. La primera es que el progreso social no puede dejarse en manos de cuatro iluminados. Esto me parece central. Esperar que vengan a salvarnos señores que tienen más que ganar oprimiendo que ayudando me parece una utopía infantil impropia de adultos funcionales. El desarrollo y control de poderosas herramientas como la inteligencia artificial generativa debería ser público. Y, en segundo lugar, parece evidente que, solos y a su aire, los mercados digitales crecen de forma poco respetuosa con principios liberales. Hay, por lo tanto, que marcar los cauces para que su fuerza beneficie a la sociedad y no la arrase. Para ello, fuerte regulación. Ésta no es una cortapisa al desarrollo en general, sino para un tipo de desarrollo concreto, uno antisocial que no queremos. No nos dejemos deslumbrar por relatos fantasiosos narrados por los interesados.
Mi compromiso final con la República, que llega mucho más allá del antimonarquismo, no puede faltar tampoco hoy. La III República no es un capricho que sólo deba perseguirse cuando todo el resto va bien. Es un proyecto político verdaderamente democrático y de justicia social para que todo vaya mejor.