En estas fechas tan señaladas y al mismo tiempo tan diferentes de lo habitual, conseguir llegar con salud mental, dentro de lo habitual de cada quien, al 7 de enero es sin duda la prioridad. A las situaciones que solemos vivir a lo largo del año en esta ocasión hemos de unir la monumental crisis de nuestras estructuras y asideros personales, causada por la pandemia. El final del año nos obliga siempre a recapitular en esa especie de trabajo mental de cierre del ejercicio, en el que hacemos repaso de lo bueno y lo malo que nos ha tocado vivir a lo largo de los doce meses anteriores. Y confiamos en poder resetear a principios del año siguiente, aprovechando la oportunidad que se nos brinda de estrenar calendario. Ahora ya sabemos que nada volverá a ser igual que antes de aquel fatídico 14 de marzo, en que nos encontramos encerrados en casa y muertos de miedo, intentando luchar contra ese enemigo invisible y silencioso, que había venido a ponerlo todo patas arriba y a instalarse en nuestras vidas.
En nuestra habitual autocomplacencia, hasta podemos creer que no hay nada peor que lo que nos ha tocado vivir, porque obviamente lo que nos atañe personalmente es lo que más nos importa, si es que no lo único. Estando en estas egocéntricas cavilaciones, resulta que viene algo que nos hace darnos cuenta de lo equivocados que estamos y lo privilegiados que somos.
Me mandan un vídeo de una trabajadora social, que se hace llamar Virginia Tovar Martínez, que habla de la situación de sus padres en su residencia de mayores, a la voluntariamente se fueron a vivir hace quince años. Y en ese momento miro hacia los míos y doy internamente las gracias por tenerlos viviendo juntos en su casa, tranquilos y en un estado de salud razonable dentro de lo que cabe, disponiendo de su vida a su voluntad. En cambio, según cuenta en el vídeo, los padres de Virginia, de 81 y 87 años, están secuestrados en sus dormitorios del centro residencial que ha venido a convertirse en su hogar.
Con la llegada del coronavirus y el modo de gestionar ese centro, aunque mucho me temo que pueda ser una práctica extendida, la opción es mala en todo caso: o morir de coronavirus, o morir de tristeza por el aislamiento. Es cierto, y comparto lo que dice esta señora, en cuanto a que los primeros momentos nos pilló a todos desprevenidos y reaccionamos como correspondía al miedo que nos provocó el virus, pero ya han pasado muchos meses y toca tomar otras decisiones, en lugar de aislar a los mayores con la excusa de salvarles la vida. También estoy de acuerdo con lo que dice de que somos un país de conformistas y sumisos, y que muchas personas no se atreven a denunciar ni a levantar la voz, por miedo a las represalias. Debido al positivo de uno de los trabajadores de la residencia, y al no haber llegado a tiempo de poder hacerles a todos los residentes la PCR, se ha optado por encerrarlos en sus dormitorios, puesto que incluso en Nochebuena y Navidad han comido entre cuatro paredes. Cada hora que pasan en las habitaciones, el daño que sufren, especialmente el psicológico, pero también el que está relacionado con la falta de movilidad y de socialización, es enorme. Es desgarrador escuchar este testimonio, francamente.
Desconozco cómo se deban gestionar este tipo de situaciones, pero desde luego esta no creo que sea la mejor ni la única manera. Tras la dramática situación que se ha vivido en las residencias de mayores a lo largo de la pandemia, con tantísimos fallecidos, ahora toca ponerse a pensar y a trabajar activamente, para poder ofrecerles un ambiente de serenidad, amor y solidaridad a quienes son más vulnerables y más nos necesitan. A nuestros mayores. Son, por otra parte, los postulados típicos de la Navidad.
El abandono al que hemos dejado como sociedad a muchísimos ancianos me recuerda el cuento de la media manta. ¡Que son nuestros padres, los que tanto dieron por nosotros! Como sociedad estamos demostrando una falta de humanidad bestial, parece como si no nos importaran, cuando se lo debemos todo, aparte del supremo don de la vida. Todo. Y, si no rectificamos urgentemente el rumbo, en un futuro podemos encontrarnos con que nuestros hijos nos den la otra media manta y nos dejen abandonados a nuestra suerte.
Mónica Nombela