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vals para hormigas / OPINIÓN

Amigos, ahora

16/10/2019 - 

A M., que nunca me leerá.

A la pobre le tocó acarrear con nosotros durante todo el viaje. Era nuestra guardiana, nuestra guía y nuestra carcelera, todo junto. Nadie en el Gobierno podía consentir que cuatro extranjeros se perdieran, sufrieran cualquier tipo de asalto, se escabulleran, vieran o escucharan lo que no tenían que ver ni escuchar o, incluso, que pudieran contar a la vuelta que no habían estado bien atendidos. Mejor que bien, extraordinariamente bien atendidos. A cambio, la propaganda que podíamos regalar al país era un tesoro para las autoridades. Una mañana no pudo acompañarnos, quizá por tener que cumplir con sus obligaciones laborales, que, a tenor de lo que nos comunicaron cuando nos la presentaron, eran de vital trascendencia para el centro público en que trabaja. Un cargo de mucha responsabilidad que dejó, sin embargo, durante todo el último día de nuestra estancia para pasear con cuatro extraños, llevarlos de tiendas o conseguir que se hicieran una foto delante de un cine, como si el turismo de domingo tuviera más trascendencia de lo que parece. Y, siguiendo órdenes, nos concedió todos los caprichos que estuvieron a su alcance.

Ya caía el sol, demasiado pronto, como sucede cuando se descuentan meridianos, cuando recalamos en una plaza en la que había un templo. Y junto a él, una serie de murales, probablemente lo más parecido a un graffiti que habíamos podido encontrar en toda la ciudad, recordaba que el país había entrado en guerra con el vecino, demasiadas décadas atrás para que las cicatrices siguieran vivas. Demasiado pocas como para que se hubiera borrado el recuerdo. Ella nos contó. Nos puso en contexto los dibujos del mural. Nos explicó quiénes eran los jóvenes que aparecían en una especie de anuncios publicitarios en los que se imitaba el sistema de likes de Facebook. Se trataba de los mártires de una batalla que los arrancó de cuajo cuando todavía tenían más vida que barba.

Y de repente, siguió respondiendo como si las preguntas vinieran de otra parte. No tenía ninguna necesidad, pero supongo que no es fácil contener las palabras en un país que las amordaza y que promociona el espionaje y la denuncia entre vecinos. En un país que considera la mera discrepancia puntual como un delito que merece largas condenas de prisión. “Mi padre murió en esa guerra”, contó nuestra acompañante, que pareció por un momento despojarse de un peso excesivo. Ninguno de aquellos cuatro extraños iba a denunciar su repentina confesión, su repentina debilidad, su repentina necesidad. Perdió la vista en el suelo y siguió hablando. El chófer no estaba presente y para ella parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. “Murió”, repitió. Casi no podía ser ni un recuerdo, porque cuando todo aquello terminó, ella sería como mucho una niña que apenas comenzaba a asomarse a todo lo que le esperaba cuando se hiciese mayor y cobrara conciencia de la situación de su país. Aunque, de alguna manera, lo hubiera aceptado y asumido y defendido y fomentado. “A mi padre lo mataron en la guerra contra ellos. Y ahora ellos son amigos nuestros”. La sonrisa torcida, la amargura y el rencor de quien no acaba de entender ciertas cosas no se pueden contener, como las lágrimas de risa y las ganas de dormir. “Ahora son nuestros amigos”, reiteró. Y nos miró a la cara con ojos llorosos que supo acorazar al instante. La política suele atropellar a los ciudadanos cuando se ha propuesto alcanzar sus propios intereses. Pero jamás recobra todo lo que se pierde en el intento.

@Faroimpostor

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