se entrevistó con Manuel Azaña y con Casares Quiroga

Alonso Mallol: el alicantino que intentó impedir el golpe de 1936, pero el Gobierno no quiso

16/07/2023 - 

ALICANTE. El tercer martes de este mes será día 18, una fecha sin ninguna significación especial, salvo para los que hemos alcanzado una cierta edad que indefectiblemente nos recuerda el 18 de Julio, Fiesta Nacional de la Dictadura que conmemoraba el inicio de la Guerra Civil. Adolfo Suárez la eliminó en 1978; por eso, solo a los que nacimos al menos un decenio antes, cuando cada año vemos ese día en el calendario, nos viene inconscientemente a nuestra mente dicha celebración.

Hace unas semanas, al consultar los asuntos a realizar durante este mes y detener un instante la vista en ese día, afloró de mi memoria un alicantino, poco conocido, que hizo lo indecible para evitar el golpe de 1936. Me refiero a José Alonso Mallol, nacido en el Raval Roig a finales del S. XIX y comprometido desde su juventud con el ideario republicano. Pero no fue hasta la victoria del Frente Popular en las Elecciones Generales del 16 de febrero de ese año cuando su figura empezó a sobresalir.

Un pequeño relato literario de ficción

En una vivienda en la plaza de Ruperto Chapí de Alicante, hacia las once de la noche del 19 de febrero de 1936. Suena el teléfono y alguien descuelga:

—Dígame.

—¿José Alonso?

—¡Don Manuel!... ¡Perdón, señor presidente! Qué alegría saber de usted.

—Lo mismo digo.

Su esposa, Concepción Sellés, que se encuentra al lado leyendo la prensa sentada en una butaca del salón, levanta la vista del periódico y lo mira con un gesto interrogativo.  Él le articula un mudo “A-za-ña”.

—Le agradezco enormemente que haya aceptado ser Director General de Seguridad.

—No hay de qué. Me acababan de telefonear de Gobernación ofreciéndome el cargo, pero no pensé que usted también me fuera a llamar.

—Quería darle las gracias personalmente. Sabe que esta vez no será un camino de rosas como cuando usted fue gobernador civil.

—Me lo figuro... Salgo inmediatamente.

—Perfecto, lo espero a la hora que sea.

—Es un verdadero honor servirle, señor.

* No sabemos cómo se desarrollaría esta conversación telefónica que Manuel Azaña menciona en su libro Memorias políticas y de guerra, pero el arriba firmante, en licencia literaria, así se la ha imaginado.

El nuevo responsable del orden público tuvo que afrontar desde el primer día una alta conflictividad social: quema de iglesias, ataques a sedes de prensa de derechas, huelgas, ocupación de fincas rústicas, motines de presos comunes que estaban iracundos porque los presos políticos habían sido liberados y ellos no, disturbios desencadenados por partidos radicales de derecha e izquierda y agresiones que provocaron en pocos meses más de un millar de víctimas entre muertos y heridos. Pero, ante una situación tan turbulenta, no le tembló el pulso. Entre otras actuaciones, ordenó clausurar las sedes falangistas y de sindicatos anarquistas y encarceló a sus máximos dirigentes. No obstante, lo que más le preocupaba era la posibilidad de que hubiera un golpe de Estado. Todo ello lo relata Pedro L. Angosto en su libro José Alonso Mallol. El hombre que pudo evitar la guerra

Mallol urdió una red de espionaje alrededor de los militares y civiles que sospechaba que estaban involucrados en la conspiración. Intervino sus teléfonos, colocó modernos sistemas de escuchas en sus domicilios e infiltró soplones en los cuarteles. Llegó a conocer sus pseudónimos, sus contraseñas y la consigna del golpe, y cuando cambiaron esta, volvió a descubrirla. Una vez que lo tuvo todo bien atado se entrevistó con Manuel Azaña, recién proclamado presidente de la República en mayo, y con Santiago Casares Quiroga, también elegido ese mismo mes como presidente de Gobierno. Les facilitó una lista con los más de quinientos implicados y les pidió la detención inmediata de todos ellos.

Sin embargo, la reunión fue infructuosa. Casares estaba convencido de que la amenaza no era tan grave y que, como dominaba la situación, no quería mártires. Incluso deseaba que se produjera el levantamiento porque así mataría dos pájaros de un tiro: aplastar a los militares y a las derechas que lo apoyaban y, al mismo tiempo, salir reforzado ante los marxistas que, tras las elecciones, estaban muy revolucionarios y hacían la vida imposible al Gobierno. Azaña, por su parte, también pensaba que la insurrección podría sofocarse sin dificultades, pues confiaba en los resortes del poder. No estaba nada preocupado: seguía acudiendo al teatro, conciertos, exposiciones y tertulias. Unas semanas después, se inició el golpe y la Guerra Civil. Alonso Mallol dimitió a finales de julio y regresó a Alicante, donde continuó colaborando con el Gobierno republicano, desempeñando diversas misiones en Argelia y Marruecos.

Poco antes de acabar la guerra, se exilió con su esposa y sus hijos a Orán. Cuando el buque Stanbrook fondeó en su dársena el 29 de marzo, la colonia española y numerosos oraneses se acercaron en pequeñas embarcaciones para proporcionar víveres a los más de tres mil refugiados, entre ellos su familia. Concepción Sellés coordinó a decenas de exiliados para fabricar pan, hacer tortillas y preparar caldos para hacerlo llegar todo al barco. Toda esta ingente tarea se prolongó hasta el 1 de mayo, cuando la gendarmería francesa permitió el desembarco de los pasajeros que permanecían en la embarcación, pues durante las semanas previas habían autorizado a salir únicamente a enfermos, niños, mujeres y ancianos.

La familia Mallol-Sellés permaneció unos años más en el norte de África. Mallol continuó con su activismo, pero llevando una vida clandestina por el temor a ser extraditado y fusilado. Junto con un grupo de fieles colaboradores, consiguió evacuar a México a más de tres mil españoles evitando su internamiento en campos de trabajo para la construcción del ferrocarril Transahariano, un disparatado proyecto del Gobierno francés, títere del nazi, cuyo objetivo era conectar el Mediterráneo con sus colonias en África central y occidental.  Se trabajaba en pleno desierto, a muy altas temperaturas y en un régimen de verdadera esclavitud. La situación llegó a ser tan penosa que muchos perdieron la vida o la salud. Los más de dos mil refugiados que no pudieron exiliarse fueron destinados a esta faraónica obra que, finalmente, se abandonó años más tarde.

Mallol también cooperó con los aliados en tareas de información y espionaje en una región que era un nido de agentes franquistas y de la Gestapo. Finalizada su ayuda a los refugiados y su contribución a la causa aliada, marchó a México D.F. donde lo esperaban su familia y amigos, que se habían exiliado tiempo antes. Vivió allí el resto de su vida hasta su fallecimiento, en 1967.

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