Vuelvo de un país, Argentina, en el que España se llama Allá. Simplemente, sin adjetivos, sin intenciones ocultas, sin ánimo peyorativo, sin reivindicaciones del pasado, sin nada. Italia es allá en Italia, pero España es solo Allá. Allá, una mera cuestión de perspectiva, una marca en el atlas mundial, una constatación espacial. Allá hablan raro, como las voces del GPS. Allá no tienen tierra para construir. Allá viven el fútbol de manera diferente. Allá el corte de la carne es distinto. Allá no se tocan tanto como nosotros, son más ariscos. Allá la luna viaja al revés. Allá la vida está tan cara como acá, aunque los sueldos son más altos. Cambiar el nombre propio por un adverbio de tiempo es una manera como otra cualquiera de restar peso a la relación, como usar un apelativo en diminutivo para llamar a la pareja. Y funciona, porque descuadra, porque deslocaliza los ombligos, porque obliga a pensar que no siempre podemos estar en el mismo sitio. Porque todo se ve mucho más pequeño si lo observamos con un catalejo. Y mejor.
Desde el otro lado del mar, durante mi breve estancia, Allá se quemaba por las esquinas. Literal y metafóricamente. Casi holísticamente, como en un relato de Borges. Galicia ardía y Cataluña estallaba. El fuego me daba pavor, pero por muy intencionado que fuera, al final la Naturaleza y la solidaridad vecinal saben cómo contrarrestarlo. El procés, por el contrario, es un artefacto humano, un engranaje de los gobiernos. Y, como tal, preocupaba a todo el mundo, que no dejaba de preguntarme. Allá tienen un problema, decían. Y ahí lo dejaban, como invitándome a explicar algo que no entra en su cabeza. Saben lo que es la independencia, conocen la opresión y el terror, colocan una bandera en cada rincón y son nacionalistas por descarte, por afán integrador, por remanso de emigrados. Pero no entienden lo de Cataluña. Ni lo de España. Ni esa querencia que tenemos los europeos a descomponernos en moléculas. En eso que Messi le marcó tres goles a Ecuador, clasificó a la selección para el Mundial de Rusia y se acabó la conversación, porque todo el mundo estaba delante del televisor, gritando. Incluso yo, que no tengo más títulos que el de argentino consorte e irlandés nacido en el Mediterráneo.
Mientras Allá se ensanchaba la brecha social, yo me sentía como la pareja protagonista de Casablanca. Sonaban los cañones nazis en su avance hacia París y yo no podía evitar disfrutar de las focas del Pacífico, del verde casi árabe que proporcionan las acequias mendocinas, de los álamos de Uspallata, de la inmensidad de los Andes, de los cerros de Valparaíso, del olor de los asados, de la gracia que les produce mi acento. Allá, al regresar, me esperaba un tiempo detenido, una cantinela de días repetidos e infructuosos, como son los días de agosto, unas fachadas estampadas de banderas que se compraron con el gol de Iniesta, una insistencia machacona en todos los medios de comunicación, redes sociales incluidas, y una tendencia a romper líneas de diálogo hasta en las reuniones familiares de Navidad. Sin duda, la vida es mucho mejor cuando se observa a través de un catalejo. Y más pequeña.
@Faroimpostor