VALÈNCIA. Si en los últimos días has notado una vibración juguetona en el ambiente, ciertas ráfagas de un ritmo bello, íntimo y misterioso, ciertos ecos de mundos imposibles; si has intuido que un mocho, una lata o una bolsa estaban a punto de cobrar vida en la cocina… ¡tus sentidos no te estaban saboteando! Es más, ¡tenemos una explicación completamente lógica para ello! Es probable que todo sea culpa de la cantidad de titiriteros por metro cuadrado congregados en la XXI Escuela de verano de la Unima (Unión Internacional de la Marioneta). Un encuentro que reúne a profesionales de toda España y que en esta edición se celebra del 1 al 9 de julio en el castellonense pueblo de Sant Mateu. Y todo bajo una premisa fundamental: aquí el títere es un socio, un cómplice, un interlocutor válido; en definitiva, un igual.
Cacharros cotidianos convertidos en personajes con fobias y entusiasmos, figuras que marcan su propia cadencia, juegos de luces, gestos y sombras, materiales reinventados que alzan la voz, paisajes escénicos que desbordan poesía y plasticidad… El imaginario del guiñol y sus periferias teatrales protagonizan esta cita organizada por Unima País Valencià. Y lo hacen a través de los talleres Hacia una dramaturgia visual, a cargo de Pierrik Malebranche (que acude a este encuentro por segundo año consecutivo para profundizar en sus enseñanzas); La lógica del movimiento, de Stephen Mottram (en el que se aborda por qué las cosas se mueven del modo en el que lo hacen, “y cómo saber esto ayuda al titiritero a expresar ideas”), y Tras la sombra del objeto, con Nelo Sebastián Vera, donde se explora la relación entre materia y palabra.
Para Malebranche un asunto clave en la vía láctea del títere es la horizontalidad de los elementos implicados: “en el escenario no hay jerarquía. El espacio, la luz, la música, los objetos y los intérpretes tienen el mismo potencial dramatúrgico. Son las elecciones que hace el director, la directora o el intérprete/manipulador las que van a poner en primer plano un elemento u otro”. En concreto, su propuesta en este evento estival se centra en el diálogo entre intérpretes, marionetas y cachivaches. “Un diálogo supone que sus protagonistas están considerados de la misma forma, al mismo nivel. Eso quiere decir que, como ser humano, el titiritero debe aceptar perder su predominancia en el escenario: es un ejercicio de humildad”, resume. Respecto al contenido de su curso, el artista galo subraya que en la manipulación del títere hay una paradoja: una marioneta no se anima sin el manipulador, “sin embargo, el manipulador se tiene que dejar sorprender por las propuestas de la marioneta. En este pequeño espacio se revela mucho y creo se habla de nuestra condición humana y sobre todo del libre albedrío. Los ejercicios, las improvisaciones que voy a proponer van a permitir experimentar a partir de esta contradicción que se revela como una fuerza, una fuente de dramaturgia, de poesía”. Y en ese vínculo no jerárquico con el guiñol, Malebranche señala la importancia de desarrollar “una escucha sensible”. “Las marionetas que manipulamos son nuestros partenaires, no son accesorios –defiende--. Aprovechar sus capacidades es fundamental. Hay una forma de animismo en el hecho de hacer teatro de figuras o de títeres. Es la convicción del manipulador la que da existencia a la marioneta, pero en una relación sensible en la que tú mismo aceptas ser influido y tocado por el objeto”.
“Cada persona le pone su alma y su técnica al objeto con el que está en escena”
Hablar del teatro de objetos pasa, inevitablemente, por hablar de autoaprendizaje, de la inventiva personal que dota de espíritu a cacharros (en apariencia) inanimados. Desde esa perspectiva, ¿qué papel juega los cursos y talleres especializados en el universo de estos creadores? Así lo narra Juan Carlos Gil, integrante de La Matallina y uno de los organizadores del encuentro: “con los años me he dado cuenta de que esta disciplina implica mucha técnica que no es fácil de dominar. Cuestiones como controlar la respiración o hacer que el objeto viva e interprete son complejas. Eso no es natural, se tiene que trabajar y mucho. Este tipo de cursos aporta un valor añadido a tus espectáculos porque te ayudan a limpiar tu técnica”.
En ocasiones, la marioneta estaba en la vida de la titiritera antes siquiera de que fuera consciente de ello. Es el caso de Lorena Comín, integrante de Disparatario: “soy hija del titiritero Omar Comín (de la compañía argentina Libertablas) con lo cual ‘mamé’ y amé el arte de los títeres desde muy pequeña”. Su formación con respecto a los títeres, nos cuenta, ha sido autodidacta y recuerda que, en el caso español, sólo el Centro del Títere de Alcorcón ofrece el Título de Especialista en Artes Escénicas en la disciplina de Teatro de Títeres y Objetos.
Y por caminos semejantes transita Maite Campos, integrante de la compañía Nave Nueve. “Tengo formación como actriz y llevo 25 años trabajando como titiritera –explica-. Normalmente, este oficio es muy solitario, resulta difícil encontrar maneras de compartir y aprender técnicas de otros profesionales, así como su manera de mirar”. También en las callejuelas del aislamiento nos topamos con Joan Alfred Mengual, director artístico del proyecto De paper y novato en la Escuela de verano de Unima: “muchos de los hallazgos se logran en la soledad de la sala de ensayo o el taller. Sin embargo, cada vez hay más cursos y talleres específicos. Esto es genial porque permite la circulación de ideas, el intercambio de experiencias. Y ayuda a crear una colectividad que actúe unida. Si nos organizamos, somos más fuertes”.
Otros de los denominadores comunes cuando se apela al escenario del guiñol es su diversidad: “este universo va de lo más tradicional a lo más experimental. Cada persona le pone su alma y su técnica al objeto con el que está en escena. Por otra parte, hay profesionales que investigan nuevas formas de hacer y nutrirse de esas personas es un plus para nuestra profesión. Estar en continua formación y saber lo que hacen otros compañeros es imprescindible para nosotros”, considera Campos. De hecho, Elisa Matallín, líder de la compañía La Matallina y participante desde años de esta escuela, destaca el carácter multidisciplinar del mundo títere, que “toca muchos ámbitos. La formación específica ayuda mucho tanto en el movimiento del objeto como en el sentir del títere. Tener una escuela como la de Unima te permite poner palabras a lo que ya haces, compruebas lo que sabes. Muchos de esos cursos se convierten en un laboratorio en el que descubres y creces. Compartes procesos de creación y producción, sentires… es casi terapéutico”. Una postura que rima con la de Gil: “de aquí salen proyectos y colaboraciones que podemos desarrollar en los meses posteriores. También puedes conocer el trabajo de otros. Es una forma de hacer red”.