VALÈNCIA. Resulta extraño pensar que cualquier cosa terrestre de la que nos rodeemos pueda resultar antinatural y enemiga del planeta: que algo tenga la capacidad de matarnos o de destruir nuestro mundo —es decir, las condiciones para que seamos capaces de existir, o aquello que nos agrada—, no significa más que eso, que se nos puede llevar a nosotros por delante. Incluso aunque acabe también con los perros, los gatos, los delfines, los capibaras o las supuestamente indestructibles cucarachas —sí, ese animal que sobreviviría blabla nuclear bla—, esa cosa exterminadora no dejará de ser una posible combinación de los elementos que la Tierra contempla. Otra cuestión sería una variable extraterrestre, un meteorito, una sustancia de otra galaxia, de otro universo con otras leyes físicas distintas.
Quién sabe. Ahí sí podríamos, a punto de ser desintegrados, elevar un dedo acusador apuntando a la variable foránea, pero quitando eso, ¿qué más le da al planeta estar cubierto de océanos de agua o de metano? De hecho la superficie es una pequeñísima porción del planeta. La fiesta se está celebrando bajo nuestros pies, y todavía no sabemos mucho del cómo. Al planeta, que los mares estén a rebosar de plástico no le parece nada mal, en primer lugar, porque nada le parece o le deja de parecer ya que no dispone de esa facultad. En segundo, porque el plástico, con toda su artificialidad, ni siquiera es tan longevo. En un par de jornadas geológicas sería un recuerdo degradado del pasado.
Pan comido. Lo que pasa es que el plástico, ese material que revolucionó nuestras vidas con sus maravillosas propiedades, se encuentra diseminado por todas partes fuera de control, y esto sí, nos puede poner las cosas difíciles (a nosotros y a muchas de las criaturas con las que convivimos) , además de hacerlo todo insoportablemente feo.