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Paco Roca, el trazo de la memoria

  • FOTO: DANIEL GARCÍA-SALA

VALÈNCIA. Sus trazos dan vida a personajes que tienen tantos nombres y apellidos como lectores, y sus palabras están cargadas de una sensibilidad y realismo que trasgreden el papel para tratar temas como el envejecimiento, la amistad o la memoria. Historias que aborda desde la cercanía para aportar un punto de vista más íntimo y que le lleva a trazar esbozos de su propia vida. Una mirada que le ha llevado a revolucionar el mundo del cómic, acercándolo a nuevos lectores y fidelizando a los de siempre. También a transformar el cómic en novela gráfica y situarla al mismo nivel que la literatura o el cine. Sin titubear se puede decir que Paco Roca (València, 1969) vive su momento más dulce —sus cómics han sido galardonados dentro y fuera de España— y su éxito hace que tenga más atención en los medios de la que seguramente le gustaría, pero aun así sigue siendo aquel niño tímido que se escondía detrás de una hoja de papel y se sentía protegido con su bolígrafo y sus colores. Quizá también con su pijama, aunque seguramente no de rayas azules. 

Esa timidez la muestra mientras conversa. Baja la mirada, entrelaza sus manos, apoya la cabeza en su mano derecha o acompaña sus palabras gesticulando, lo que le lleva a dar pequeños golpes en la mesa que, a veces, coinciden con el final de una idea. Cada pregunta lleva consigo unos segundos de silencio y reflexión; quién sabe si en su mente le vendrán viñetas de su propio pasado. «No es que fuera un niño solitario, pero desde pequeño me gustaba más estar en casa dibujando que en la calle jugando, y esa pasión por el dibujo acabó siendo una parte muy importante de mi infancia», comenta. Se refugiaba en títulos de la editorial Bruguera, como Mortadelo y Filemón, Zipi y Zape o Anacleto; lo hacía como lector, pero también copiando los trazos de Francisco Ibáñez, Escobar o Joan Rafart, respectivamente. Como se conoce al leer La Casa (Eisner Award 2020 a la Mejor edición de material internacional), Paco era el mediano de tres hermanos, así que, como suele ocurrir, heredaba todo y aprendía del mayor. De su mano conoció los cómics de superhéroes de la editorial Vértice, como Spiderman, aunque «no era un lector apasionado de este género».

En Regreso al Edén, donde retrata la vida de su madre y, por extensión, las de la generación de mujeres que crecieron durante la posguerra, cuenta que su familia era humilde. Esto hizo que sus padres compraran los tebeos «económicos» y que creciera con los títulos de Bruguera y Vértice: «Mi madre era analfabeta, mi padre no tenía inquietudes culturales y era un currante, así que los libros que había en mi casa eran los que podían dar en las cajas de ahorros o del Club de Lectores, aunque no sé muy bien por qué nos llegaban, porque no eran grandes lectores». Fue años después cuando descubrió el cómic franco-belga. Lo hizo a través de Tintín y Los cigarros del faraón, un libro que cogió de la biblioteca de la escuela y leyó tantas veces como pudo. «Supuso un antes y un después, porque tenían un trasfondo de aventura que no estaba en los cómics de Bruguera y, además, sucedían en lugares concretos y detallados», cuenta explicando que con Hergé descubrió una nueva manera de contar historias, pero también que la lectura de un cómic es infinita y nunca la misma. Una pasión por Tintín, o más bien el dibujo de línea clara, que hoy mantiene, al igual que la de las historias de Astérix el galo de Albert Uderzo. De hecho, en las altas estanterías de su casa sobresale el amarillo del lomo de la colección de Tintín, entre otros muchos libros de distinta índole y formato. También hay un globo terráqueo, fotos, dibujos y figuras, muchas, como la de un Soldado de Asalto, que delata que es un fan de Star Wars. También una cinta de Jesucristo Superstar que él mismo se sorprende al verla. 

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