Querido lector:
Este texto no busca dividir ni fomentar la polarización, sino despertar una conciencia colectiva tan necesaria como urgente. Lo ocurrido en Torre Pacheco no puede entenderse como un hecho aislado, sino como parte de una realidad mucho más amplia, que interpela y compromete a toda la sociedad.
No se trata de señalar culpables concretos, sino de enfocar nuestra atención en una verdad incómoda: muchas de las personas que sostienen los sectores esenciales lo hacen desde la invisibilidad, sin el reconocimiento social que su labor merece.
Antes de imaginar su ausencia, hay una pregunta que no podemos seguir postergando: ¿qué tipo de sociedad queremos construir juntos?
Imagina un día en el que las calles de Madrid, Barcelona, Alicante o Almería amanecen vacías. Campos sin jornaleros, obras paralizadas, residencias de ancianos sin cuidadores, hogares sin asistentas, barrios con comercios cerrados. No es una distopía: es lo que ocurriría si todos los magrebíes abandonaran España.
La comunidad magrebí, especialmente marroquí, es actualmente la principal fuerza laboral extranjera en España, con una presencia destacada en el trabajo agrícola (33% de los afiliados marroquíes), la hostelería, la construcción y el empleo doméstico, sectores caracterizados por condiciones difíciles y baja remuneración, que los nacionales suelen evitar. Aportan cifras récord de cotizaciones a la Seguridad Social, sosteniendo sectores clave y contribuyendo al sistema de bienestar español.
Yamina comienza su jornada antes del amanecer en un invernadero de El Ejido. Mientras sus hijos duermen, ella recoge fruta que más tarde terminará en la mesa de alguien que nunca sabrá su nombre. Nadie la ha visto, pero sin ella, ese desayuno no habría existido.
Pero más allá de los números, hay una pregunta que interpela a la sociedad: ¿por qué solo se valora su presencia cuando se imagina su ausencia?
La contradicción de una sociedad que los necesita pero los rechaza
Ellos sostienen sectores clave como la agricultura, la construcción y los cuidados. Aunque no todos los magrebíes se dedican a estos oficios —también hay estudiantes, emprendedores, artistas y profesionales de alto nivel—, sí representan la mayoría en trabajos esenciales que la sociedad, paradójicamente, ha declarado como “no deseables”. Son imprescindibles, pero invisibles. Si se fueran, el país se paralizaría: colapsaría la producción agrícola, se dispararían los precios, la hostelería —pilar del empleo— se derrumbaría, y las pensiones sufrirían un agujero, ya que sus cotizaciones financian derechos que otros disfrutan.
Pero lo más grave no es su posible partida, sino la violencia cotidiana que sufren: contratos abusivos, discriminación, discursos políticos que los señalan como amenazas. “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel. La gente debe aprender a odiar, y si puede aprender a odiar, también puede aprender a amar”, decía Nelson Mandela. ¿Cómo exigirles “integración” mientras se les niega dignidad?
Lo ocurrido en Torre Pacheco no es un caso aislado: refleja tensiones alimentadas por discursos que simplifican problemas complejos. Como dijo Fátima, ATS en Málaga: 'Aquí crío a sus mayores, pero mi hijo sigue siendo el moro'. Regularizar situaciones irregulares y combatir la precariedad laboral que afecta a todos —españoles y migrantes— son pasos urgentes para desactivar esta bomba de tiempo social.
El rostro humano: familias, jóvenes y la paradoja de no pertenecer
No hablamos de cifras, sino de personas: padres que emigraron para dar un futuro a sus hijos, jóvenes nacidos aquí pero tratados como extranjeros. Si se marcharan, no solo se perdería mano de obra, se perderían pedazos de la propia identidad colectiva. “La libertad nunca es voluntariamente otorgada por el opresor; debe ser demandada por el oprimido”, escribió Martin Luther King. La xenofobia no es solo odio, es ceguera: en un mundo globalizado, pretender sociedades “puras” es una ilusión cruel. Un oxímoron.
Las consecuencias de la intolerancia: un riesgo para todos
Un éxodo masivo no sería una “solución”, sino una catástrofe: crisis diplomática con los países del Magreb —socios clave en energía y seguridad—, un espaldarazo para la ultraderecha europea y una herida abierta en Ceuta y Melilla, donde la convivencia ya es frágil. Como advirtió Antonio Machado: “En el corazón tenía la espina de una pasión; logré arrancármela un día: ya no siento el corazón”. Borrar su presencia sería arrancar parte del alma de este país, porque su memoria ya es parte de la memoria compartida.
Reflexión final: ¿qué país queremos construir?
La cuestión no es si España puede vivir sin la presencia de personas magrebíes, sino qué modelo de país se desea construir. Porque, siendo realistas, su ausencia se notaría en los campos, en las calles, en las cocinas; en esas manos que sostienen, en silencio, los engranajes cotidianos de la sociedad. Y, sin embargo, son escasas las voces que denuncian el desprecio, el abuso o la invisibilidad que, con demasiada frecuencia, recae sobre ellas.
“Las fronteras son heridas en la tierra”, dijo Eduardo Galeano. Heridas que no se ven en los mapas, pero que marcan profundamente la vida de quienes intentan cruzarlas. En un mundo donde el capital circula sin trabas, los cuerpos enfrentan muros, alambradas y una burocracia que olvida que quienes migran también aman, también sueñan, también sufren.
La migración no representa una amenaza, sino una oportunidad. Es una fuente de futuro cuando se contempla con justicia y se recibe con dignidad. Sin las personas migrantes, la sociedad sería más pobre en valores, más limitada en perspectiva, más vacía de humanidad.
Construir una sociedad realmente justa no se basa en la simple tolerancia al otro, sino en reconocer en él un reflejo propio, una historia compartida, una lucha que también forma parte del relato común. Defender los derechos de quienes migran es, en esencia, trabajar por un país más justo, más generoso, más humano.
Como recordaron Mike Davis y Justin Akers Chacón: “Nadie es ilegal”. Porque, al final, más allá de pasaportes, idiomas o fronteras, permanece lo esencial: todos pertenecemos a una misma especie, a una sola raza: la humana.
Puede que los nombres de estas personas magrebíes no aparezcan en los manuales de historia, pero sin ellas, los días no empezarían. A veces, basta con mirar quién recoge la (nuestra) basura antes de que amanezca, o quién vela mientras dormimos, para entender que una nación no se levanta solo sobre discursos, sino sobre espaldas que la sostienen, silenciosas.
Lo mínimo que merecen no es caridad: es respeto y justicia.
Naima Benaicha Ziani
Profesora de la Universidad de Alicante y Vicepresidenta del Círculo Intercultural Hispano Árabe