Al poco de iniciar el mandato que ahora acaba, la Diputación de Alicante, de la mano de César Sánchez y, con Mariano Rajoy todavía en la Moncloa, y García Margallo intentando ganar puntos electorales, lanzó la idea de crear una zona franca portuaria en los alrededores de Alicante, primero, y después, en Elche.
La idea nació con entusiasmo. Ineca recogió el guante, se implicó, se encargaron unos estudios y se hizo todo lo que se pudo políticamente: sentar a los responsables de Alicante y Elche en una misma mesa, y a casi todas las administraciones porque, todo hay que decirlo, ni la Generalitat Valenciana ni el Gobierno central nunca secundaron ese entusiasmo político.
Siempre se buscó atraer una industria que ejerciera de tractora y generara una especie de hub industrial alrededor de esa empresa motriz y unas empresas auxiliares que prestaran de apoyo necesario. Incluso, se buscaron inversiones: los contactos con la Cámara de Shenzem, de China, sirvieron para mostrar que la provincia tenía proyectos, algunos más maduros que otros -como el Campus Tecnológico de Elche- y otros muy verdes -como el ansiado tren de la costa-.
Ese voluntarismo -y puerilismo político, y patronal-, fruto de la fragmentación política y empresarial- de querer hacer cosas para ganarse la admiración y los apoyos (de forma fulgurante) del resto demostró varias cosas: Elche y Alicante tienen realidades diferentes; nadie se pone de acuerdo con el vecino para reivindicar ni siquiera lo necesario -el tren de cercanías y su conexión con el aeropuerto es la prueba- y que buscar y atraer una gran inversión necesita de voluntad política, y determinación por por parte del inversión -el caso de Intu en Paterna sería el caso, aunque con todos los matices que pueda tener el proyecto, como en su día lo tenía la llegada de Ikea a Alicante-. En resumidas cuentas, que quién tuvo la iniciativa propugnó un consenso que no tenía ni en los suyos, y que jamás -o muy pocas veces- había practicado porque las mayorías absolutas no se lo exigieron.