ALICANTE. El 30 de agosto de 1622, el Papa Gregorio XV, mediante la bula Universi Dominici Gregis, estableció que serían severísimamente castigados en el Oficio de la Santa Inquisición todos los sacerdotes “que intentaran solicitar o provocar a cualquier persona a realizar actos deshonestos entre ellos, o con cualesquiera otros en el acto de la confesión sacramental […] o bien sin que se dé la ocasión de confesar pero en el confesionario o en cualquier otro lugar en el que se oyen confesiones sacramentales, o se elige para oír la confesión y se finge que allí mismo se está oyendo, o tuvieran con dichas personas conversaciones y tratos ilícitos y deshonestos”. El jesuita Antonio Escobar, contemporáneo de Gregorio XV, lo dejaba claro: “todos los confesores que solicitan en la confesión a sus penitentes, hombres o mujeres, a actos torpes, pecan sacrílegamente y deben ser denunciados al Santo Oficio de la Inquisición”. Considerada un ilícito canónico desde comienzos del siglo XIII, el hecho de atribuirse su conocimiento al Santo Oficio a partir de 1622, confiere especial interés a este delito canónico.
Un documento conservado en el Archivo Histórico Nacional y que contiene las declaraciones de dos religiosas y del confesor del “convento de Monjas de Santa Faz, Huerta de Alicante”, realizadas a mediados de 1736, nos permite conocer la existencia de un posible caso de solicitación en este monasterio alicantino. Se trata de la alegación del inquisidor fiscal de Murcia dirigida al tribunal del Santo Oficio de València, órgano creado en 1481 y suprimido definitivamente en 1834.
Veamos qué pasó de la mano de los protagonistas de esta sórdida historia conventual. Todo comenzó con la denuncia que, mediante carta de 13 de mayo de 1736, presentó sor Clara María Quinza, religiosa “en la ciudad de San Phelipe (Xàtiva)”, de 26 años y que posteriormente ratificó ante fray Francisco Sitges, mercedario y calificador del Santo Oficio. Según la religiosa, por el mes de enero, encontrándose fray Esteban Espuig (o Espuche) de peregrino en el convento de la Santa Faz y tras conversar con él en el locutorio, con el consentimiento de ambos “pasaron al confesionario que llaman del confesor ordinario”. Allí “hablaron algún rato sobre cosas que la pasaban de disgusto en la religión”, cuestiones respecto de las que la religiosa manifestó recibir “buenos consejos” del confesor. Sin embargo, las intenciones del sacerdote eran otras, pues acto seguido y según la declaración de sor Clara, aquel le preguntó si estaría dispuesta a hacer “dos cosas a su cuenta quando estuviera acostada en la cama y si le quería dar un beso”. Al oír esto, la religiosa “se apartó y se fue del confesonario”, sin saber “qué eran las dos cosas” a las que se refirió el sacerdote. Los hechos se repitieron de nuevo en febrero, con ocasión de volver a confesar la religiosa con fray Esteban y tratar con él, el mismo asunto “de los disgustos que tenía dentro de la religión”. A los dos o tres días, la conducta del acusado subió de tono, en esta ocasión los hechos tuvieron lugar en el locutorio, donde en presencia de la religiosa, el sacerdote “se descompasó en algunas palabras deshonestas y practicó algunas acciones torpes consigo mismo”.
Ante la gravedad de las acusaciones, consta en la causa que la religiosa se ratificó en su declaración ad perpetuum y el comisario informó favorablemente a cerca de “su honestidad y crédito”. Por motivos que no constan, las pesquisas se interrumpieron durante un tiempo, hasta que, un 24 de abril (no sabemos de qué año), el acusado, siendo ya vicario del monasterio de la Santa Faz “se delató voluntariamente en el tribunal de Murcia”, prestando declaración ante un comisario.