VALÈNCIA. Ahí está. Implacable. Insaciable. Siempre atento, siempre en movimiento. El paso del tiempo nos envuelve, impregna nuestras ojeras y nuestras espaldas. Nos libra de algunas preocupaciones y nos carga con otras. Resuelve ciertos interrogantes y plantea algunos nuevos. Impone pérdidas, certezas y aprendizajes. Y, sobre todo, resulta inevitable, pues la única alternativa a cumplir años es dejar de cumplirlos (una propuesta nada apetecible, la verdad). Y dado que estamos atravesados por ficciones, qué mejor que recurrir a ellas cuando el runrún del envejecimiento nos acecha. Cuando las dudas sobre lo que la vida nos tiene preparado asoman las zarpas en la almohada.
Para Nuria Castellote, técnica de La Filmoteca, la cinematografía refleja el envejecimiento: “poco y con sesgos. Las representaciones son fruto y causa del edadismo. Es curioso que en un mundo cada vez más envejecido, y donde las grandes ‘consumidoras’ de cultura son mujeres mayores, sus experiencias sean las más ignoradas”. Una perspectiva compartida por el periodista y escritor Enrique Aparicio: “cuando la vejez aparece en escena casi siempre es para contraponerla a la juventud de otros personajes. En el cine, especialmente, los viejos casi siempre representan una personificación de valores (tradición, arraigo familiar, costumbres populares) y no suelen ser elementos complejos”.
Por otra parte, Castellote incide en el sesgo de género que atraviesan esos relatos. Y lo hace apoyándose en Susan Sontag y el ‘doble estándar del envejecimiento’: “los hombres maduran, las mujeres envejecen. Por ello en el cine mainstream de género encontramos héroes maduros protagonizando aventuras. Aunque empieza a cambiar, las mujeres mayores han sido representadas tradicionalmente como seres excéntricos, ya sean entrañables (Arsénico por compasión) o brujas patéticas (El crepúsculo de los dioses, ¿Qué fue de Baby Jane?)”.
También de una dualidad (en este caso temática) habla Lluís Campello, integrante del pódcast Cinestèsia: “parece que a los mayores solo hay dos modos fílmicos de observarlos: la proximidad con la muerte o el relato enternecedor sobre lo bonita que es la vida. Quisiera encontrar piezas que reflejaran cuestiones como el tedio, la rutina o asuntos más crudos y reales”.
Centrándonos en las cartografías literarias, Alodia Clemente, librera en La Rossa, expone que desde hace ya un tiempo, “algunas escritoras hablan de mujeres maduras, menopáusicas, ancianas… Sucede con Yo, vieja, de Anna Freixas (Capitán Swing). Son otros cuerpos, otras edades. Ofrecen una mirada más enriquecedora, desde la experiencia. Y a veces, divertida,, como Nora Ephron en No me gusta mi cuello (Libros del Asteroide)”. Un posicionamiento compartido por Mercé Pérez, editora de Sembra Llibres: “a lo largo de la literatura universal, se ha hablado de la vejez con angustia por la decrepitud y la muerte. Ahora se aborda de manera diferente y, en gran parte, se debe a que las mujeres están hablando desde los feminismos del proceso de hacerse mayor. Aunque es un tema que también preocupa a los hombres, se refleja mucho más en la literatura femenina. Muestran las contradicciones de la vida en distintas etapas, los problemas como género oprimido (por ejemplo, los conflictos entre belleza y vejez) y el sentimiento de pérdida. Annie Ernaux es la autora por excelencia en este ámbito: habla de sentirse inexperta en su juventud, de la diferencia entre las expectativas y la vida real, los orígenes de clase, del matrimonio, los hijos, de afrontar la muerte de sus padres, de la carnalidad… También pienso en Joan Didion o Vivian Gornick. O en Antònia Carré-Pons y El càsting (Club editor), novela protagonizada por dos ancianas muy cañeras y divertidas”.
Manual para alcanzar la adultez (o, al menos, intentarlo)
Para Castellote, existe una sobrerrepresentación de ciertos procesos en detrimento de otros: “el mejor ejemplo es el coming of age: por cada diez películas sobre la adolescencia tenemos una (o ninguna) sobre la tercera edad”. Una postura que rima con la de Aparicio:“el paso a la madurez está mucho más explorado, seguramente porque la mayoría de escritores y guionistas lo tienen más presente. Muchas óperas primas se centran en ese periodo. Y como público parece que preferimos esos relatos. Quizás para seguir entendiendo cómo nos va en esto de habitar la adultez”.
Aquí Campello plantea otra arista: el retrato estereotipado de la chavalería. “La gente joven es representada siempre desde los mismos tópicos: iniciación sexual, drogas y poco más. Muchas otras realidades quedan fuera…”. Consultado por títulos sobre ese despertar al mundo adulto, elige “la mirada de Céline Sciamma. Sus obras son una delicia. Tienen perspectiva social, política, de identidad y orientación sexual. También adoro Stand by me, es una representatividad más clásica de ese ‘dejar de ser niño’, pero tiene cierta poética y me interesa cómo aborda el paso del tiempo”.
En cuanto a la literatura juvenil, Pérez destaca la centralidad del paso al mundo adulto, pero, a diferencia de lo comentado por Campello, este se aborda “de muchas maneras, no solo con los ritos de encontrar pareja, también con la presión estética, la pérdida de los padres, la aceptación de la propia identidad…”. ¿Alguna recomendación? Gabrielle Zevin y Demà, demà i demà (Periscopi), “que aborda la amistad en diferentes etapas vitales”. O Sally Rooney “que está construyendo una narrativa sobre la incapacidad para comunicarse en distintas edades”.
Ante esta cuestión, Clemente, establece dos puntos de vista: “el mainstream, que representa un ciclo canónico, vertebrado por el instituto, la universidad, el primer trabajo… La realidad es otra y podemos encontrarla en autoras contemporáneas que hablan de niñeces y juventudes diversas; de traumas y exploración de los límites. Ese paso al mundo adulto está ligado a la conformación del yo, hablamos de relatos de violencia contra una misma, contra los demás, de aprender a gestionar las frustraciones, de explorar sexualidades…”.
Las adolescencias en algún momento se acaban (afortunadamente), y para Castellote “el acceso cada vez mayor de las mujeres a la dirección nos está dejando narraciones honestas y desmitificadoras sobre la maternidad: Cinco lobitos, Mamífera, Açò no és Suècia…”. También pone el foco en la mirada que algunas cineastas españolas “están teniendo sobre el envejecimiento de los progenitores desde el punto de vista de las hijas: Viaje al cuarto de una madre, Los pequeños amores…”.
Por su parte, Aparicio recuerda que cada vez envejecemos “más tarde, la vida dura más y los arquetipos deben ir cambiando. Alguien de 55 años hoy no tiene por qué llevar la vida que asociada tradicionalmente a esa edad (y ya veremos nosotros, que ni casa propia tendremos). La última película de Almodóvar trata de dos mujeres maduras cuya trayectoria vital es muy importante, y solo puede ser la que es por su edad”.