VALÈNCIA. La medida del talento con el que ha sido escrita una historia de eso a lo que llamamos ciencia ficción de un modo altamente inexacto no tiene que ver con una temática específica, clásica o de moda, ni siquiera tanto con el estilo (aunque evidentemente este es un factor esencial): la auténtica naturaleza de las obras maestras del género tiene más que ver con la capacidad del relato para plantear preguntas tan sorprendentes que ni si quiera precisen una respuesta para generar un gran asombro. Esa es la verdadera virtud que define los máximos exponentes de un campo al que convendría más referirse como fantasía especulativa, y que es tan influyente que no solo produce narrativa, sino también ciencia. Así es: no son pocos los avances que ha anticipado la sci-fi en sus páginas, pero es que además son muchas las vocaciones científicas que han despertado los libros de ficción científica, que como ya hemos comentado alguna vez por aquí, sería la traducción adecuada (aunque mucho menos potente que la fórmula que ahora empleamos).
El género lleva ya décadas siendo muy trabajado con peor o mejor respeto y resultado. Por suerte, de tanto en tanto aparecen voces que parecen tener un sentido de la vista tan fino que les permite ver más allá del presente. Algunas de esas miradas son las de Asimov, Lem, Butler, K. Le Guin o los Strugatski. Suyas son historias que nos han hecho soñar, volar, y por encima de todo, pensar. Pensar en lo por ahora imposible, improbable, o desconocido. Han envejecido tan bien sus relatos más célebres, que aún no han quedado relegadas al cajón de lo retrofuturista, como sí ha sucedido con otros, como por ejemplo, La guerra de los mundos. Las mejores historias de la ficción especulativa comparten el haber puesto el foco en cuestiones trascendentales de nuestra existencia. Y eso es precisamente lo que también ha hecho Ted Chiang en su cuidadísima obra, en la que se incluye algo tan poco común como la fascinante antología de relatos que es Exhalación.