Pues ya está. El PP valenciano vuelve a gobernar en los ayuntamientos de Castelló, Alacant y València (y en los de Elx, Torrent, Orihuela y tantos otros), así como en las diputaciones provinciales de Castelló, Alacant e incluso València y, por supuesto, en la Generalitat Valenciana. Se trata de una hegemonía considerable, acabada de cimentar en varios errores groseros de la izquierda, donde aparecen tanto los que muy probablemente han llevado a la pérdida de las elecciones como los que han llevado a la guinda de perder el control de instituciones donde, al menos en votos, la derrota no se había producido. El PP dispone de casi más poder institucional, incluso, del que logró el Botànic tras la debacle conservadora de 2015 (aunque las izquierdas han conservado algo más de poder municipal en esta ocasión, el control de las tres diputaciones nunca se lo lograron arrebatar al PP) a pesar de que el resultado en votos no refleja una diferencia tan grande como entonces.
Más allá de los análisis al uso, llama la atención cómo de rápido se ha adaptado todo el mundo a la nueva situación. De alguna manera, es como si hubiéramos vuelto, como permiten algunos dispositivos electrónicos, a activar la configuración por defecto. De la que partimos y allí donde, por defecto, pareciera que todo el mundo se siente cómodo. Hasta el sistema electoral, a su manera, dando más poder institucional con menos diferencia de votos a las derechas valencianas que a las izquierdas, parece saludar esta suerte de vuelta al orden (político) natural de las cosas.
Se nota también en los medios de comunicación. Si nos acordamos de 2015, los reportajes sobre el cambio histórico que suponían los resultados electorales y lo que ello pudiera significar abundaban. Se sucedían los análisis demoscópicos y sociológicos muy detallados y se preguntaba a expertos. ¿Había cambiado la sociedad valenciana? ¿Cómo, hasta qué punto, en qué dirección, por qué? Había una generalizada sensación de euforia en quienes habían ganado que ahora, sinceramente, es bastante claro que es mucho menor. E incluso los que habían votado por otras opciones parecían tener claro que había pasado algo de cierta relevancia. ¡Hasta había muchos que pensaban que se rompía España por València de lo emocionales que eran las reacciones! En cambio, en esta ocasión, la naturalidad con la que se ha asumido el cambio, por todos, refleja con claridad esa íntima conciencia compartida de que, de alguna manera, como sociedad, en efecto, estamos educados en la convicción de que esto es lo que han de ser las cosas… salvo sorpresa mayúscula o situación de excepcionalidad.
La prensa política, de igual modo, ha vivido con mucha menos excitación este cambio que el de 2015. Incluso la elección de consellers y atribución de responsabilidades se ha venido desarrollando casi sin nervios ni emoción. Un par de antiguos zaplanistas por aquí, alguien de Ciudadanos para completar el flanco de apariencia más moderada, algún retorno previsible… pero todo tratado casi como quien analiza la relación de puestos de trabajo de una entidad pública tras unas oposiciones, que a los afectados les interesa mucho, pero que al resto le da como muy igual. Aún tenemos la suerte de que podemos atender a la anomalía (o no, y entonces eso quizás sí merezca algún día un análisis algo más en serio) de que el 90% del Consell sea estrictamente castellanohablante, lo que no refleja la realidad del país y entretenernos con elucubrar si la lengua acabará siendo aún más proxy ideológico de lo que ha sido desde la batalla de València o simplemente residuo en vías de extinción.
En realidad, nada habría llamado la atención si no hubiera habido consellers de VOX y un vicepresidente que fue torero, de cierto éxito, en su día. Que yo sigo sin entender muy bien por qué eso habría de descalificar a nadie para ser cargo público, escrito quede desde mi absoluta falta de gusto por todo tipo de espectáculo taurino, a los que no he asistido nunca y que creo que deberían recibir exactamente 0 euros de dinero público, directo o indirecto. Pero no me voy a quejar, por absurda que me parezca, de esta discusión: para algo que se ha comentado de los nombramientos y que ha parecido suponer algo de revuelo… ¡Si es que hasta el resto de consellers de VOX han pasado totalmente inadvertidos!
Es interesante, además, que más allá de alguna salida de tono espectacular por zafia, como la retirada de revistas de una biblioteca pública por decisión directa de un concejal y aduciendo criterios políticos delirantes de forma impresionantemente sincera para ello (razones ambas por las que la decisión es abiertamente ilegal, dado que la legislación vigente expresamente señala que este tipo de decisiones se han de adoptar a partir de otros criterios y además por los responsables de las bibliotecas), ni siquiera las medidas políticas anunciadas por las derechas llaman la atención: dar más lucimiento y espacios públicos de relieve a vírgenes y misas aún que cuando gobernaban las izquierdas, bajar (o hacer como que se bajan) impuestos, decir que se van a revisar ciertos carriles-bus, hablar de no sé qué zarandajas de señas de identidad y banderas… De nuevo, return to the normal! Lo de siempre, y todos contentos. Especialmente, ciertas elites sociales y políticas para las que todo lo que no sea que estos temas dominen el debate y sean el “sentido común” del que se ha de partir, especialmente si las rebajas fiscales están debidamente orientadas a cosas como las sucesiones, donaciones y todo lo que tenga que ver con lo inmobiliario y lo turístico, es vivir en un infierno comunista y antiespañol.