Bienvenidos señoras y señores al segundo capítulo de la era trumpiana. Dudo de que los productores de armas se sientan intimidados, porque las promesas de paz de los sheriffs del mundo, normalmente, caen en saco roto, aunque es cierto que difícilmente se podrá empeorar el legado del nefasto Biden en cuanto a guerras se refiere. Por otro lado, sería casi justicia poética si la ciudad que ha visto nacer la fortuna (en ladrillos) del rubio machote acabara sumergida por las aguas de un deshielo acelerado por su demencia negacionista.
Pido venia a mis cinco lectores por este inciso político y vuelvo a la amenaza que representa el amigo Donald Trump para el mundo del vino español y europeo en general: la temida vuelta a los aranceles sobre las importaciones.
Todos los operadores están a la expectativa de ver cuándo (porque casi hay unanimidad y están convencidos de que la medida entrará en vigor más temprano que tarde) y qué porcentaje de arancel se aplicará al vino foráneo en la entrada a la tierra de la libertad (que no es Madrid en este caso). Sería otro golpe, esperemos no el definitivo, para un sector en una crisis estructural cada vez más patente, azotado por la creciente campaña puritano-abolicionista y por la merma de consumo global, donde los chinos y los indios parecen no querer coger el relevo de los abuelos europeos alérgicos al H2O.
Un efecto positivo podría ser que se resintiera el precio de esos productores codiciados por los instagrammers, que viven en un delirio neoliberalista, convencidos que sus vinos puedan valer más que los bitcoins, mientras el mercado está en plena fase recesiva. Pero la otra gran oportunidad para los vignerons nacionales es que queden muchas más botellas para hacer crecer las propias marcas a nivel doméstico. El mercado peninsular debería estar preparado y capacitado para reabsorber los excedentes generados por el proteccionismo yanki. Es la enésima oportunidad para superar la 'riberitis' y 'riojitis' y darle protagonismo al vino autóctono y de proximidad en las cartas nacionales, tanto en restaurantes como en tiendas especializadas o en la venta online.
Dejemos de dirigir miradas hacia Borgoña como si de El Dorado se tratara. Centrémonos en los fantásticos vinos generosos del sur de la península, tanto gaditanos como cordobeses, un patrimonio que los excampesinos enriquecidos de Beaune no alcanzan ni a entender. Descorchemos los potentes y cada vez más elegantes vinos tintos del Mediterráneo español, desde Ampurdán hasta Almería, que nada deberían envidiar a la tórrida Châteneauf du Pape o a la productiva Languedoc. Olvidemos las rencillas políticas y brindemos con burbujas catalanas, no las del anuncio, sino las de vignerons comprometidos con el territorio y con la honestidad del producto. Disfrutemos con los asequibles y longevos blancos gallegos y con los frescos tintos atlánticos, desde Cambados hasta Tenerife. Deleitemos el paladar con las cautivadoras garnachas madrileñas y apoyemos el cambio de paradigma impulsado por los jóvenes en las casposas tierras logroñesas y vallisoletanas.
Hace poco, unos productores italianos me pidieron información sobre proyectos de envergadura en España y, sin mencionar las marcas consolidadas, me di cuenta de que se pueden alcanzar rápidamente más de treinta elaboradores de talla mundial. A nosotros, profesionales, y al público inquieto toca la tarea de apoyar y fomentar este movimiento, que permite compensar con la calidad la ineluctable merma de cantidad de vino producida en la península.
Cuando se cierra una puerta, normalmente se abre otra; estaría bien aprovechar el nuevo camino de cara a este año y a los venideros...
Salut!
* Este artículo se publicó originalmente en el número 123 (febrero 2025) de la revista Plaza