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Elvira Navarro: "Vivimos encerrados en nuestras propias burbujas"

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VALÈNCIA. Elvira Navarro camina por las ciudades, observa sus gentes y le pone historias a sus miserias. Concretamente, a los conflictos contemporáneos que empiezan a despertar un runrún: que las cosas parecen estar dejando de funcionar, que las ciudades se han vuelto hostiles para casi todo el mundo, o que la vivienda empujará al fallo multiorgánico a las sociedades que no la protejan.

Todo estos asuntos forman el telón de fondo de La sangre está cayendo al patio (Random House, 2025), el nuevo libro de relatos de la autora, que en realidad colecciona historias de personajes encerrados en sus situaciones límite, sin entender muchas veces por qué han llegado hasta ese punto que ni deseaban ni esperaban. Y la respuesta, aunque no está en primer plano, aunque se mire desde las burbujas individuales, tiene que ver con los problemas colectivos.

—Todos los relatos están atravesados por una sensación de encierro que tienen los personajes. El formato del cuento rima muy bien con eso, ¿lo sientes así?
—Yo creo que el relato es un género que se adapta muy bien a cualquier cosa que sea intensa, incluido un encierro. Si persigues una sensación opresiva —que creo que los relatos casi siempre la tienen—, la puedes mantener durante todo el texto y luego se acabó. En una novela, en un tramo más largo, necesitas variación para que no se genere monotonía.

—Muchos de esos encierros tienen que ver, en este libro, con las viviendas en las que están los personajes. Siendo tú siempre una buena cronista del presente de España, ¿sientes que el hecho de que estemos todo el rato hablando de la vivienda se ha trasladado a las preocupaciones que les das a los personajes?
—El tema de la vivienda, que ciertamente que es central en los relatos, no era algo de lo que yo fuera consciente mientras escribía. No estaba en el propósito del libro y, sin embargo, ha salido de manera natural. Hasta ese punto está la problemática de la vivienda naturalizada. Aparece como si fuera una nube. Al leer el libro entero me di cuenta de que era un tema: las casas que no se pueden habitar; el chalet medio construido; la chica que empieza a vender las cosas de su casa… Es como si el exterior se hubiera colado dentro.

—No hay manera de escapar de esta problemática como tema de conversación.
—Se ha naturalizado sin que se ponga ningún remedio. Y ya no hablo del libro: los libros pueden ofrecer remedios relativos, pero no… El remedio está en lo político, en movilizar a la ciudadanía. Es un tema lo suficientemente gordo para hacer una huelga general de las de antes, de paralizar el país hasta conseguir algo.

—¿Eres optimista o pesimista respecto a lo que puede llegar a provocar políticamente un libro?
—Yo amo la lectura y ha sido uno de los motores de mi vida. Con respecto a la potencia de un libro soy muy optimista, pero optimista en lo que te puede aportar a ti como lector: ver otras perspectivas, que un libro sirva como herramienta para organizarte… Pero ninguna novela ha hecho una revolución. Entonces, no es que sea optimista o pesimista: creo que la función de un libro es hablar de la complejidad de lo real. Punto pelota. 

No tiene por qué ser necesariamente activador. Puede serlo no digo que no pueda serlo; pero creo que las cosas que son activadoras lo son muchas veces a su pesar, sin quererlo. Y las cosas que pretenden ser activadoras suelen ser malas, son aquello que lees habitualmente en una columna de prensa que pretende ser activadora. No digo que no pueda salir bien, pero muchas veces no aporta nada.

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—Volviendo a cómo se cuela el exterior en las historias, otra cosa que comparten algunos personajes de los diferentes relatos: la desconexión con el mundo. Da la sensación de que les preocupa tanto lo que les sucede a ellos mismos o en sus relaciones íntimas que no tienen la capacidad de relacionarse con la ciudad, con los personajes secundarios de su vida.
—Vivimos encerrados en nuestras propias burbujas. Para mí no solo está el tema de la vivienda: los personajes están aislados, y creo que los estoy escribiendo así sin haberlo buscado. Lo que observo a mi alrededor —y en mí misma— es que vivimos muy aislados. Todo lo que nos interesa tiene su pequeño circuito, y estamos todo el día metidos ahí: que si publico no sé qué. Y estos personajes son un poco eso: cada uno tiene su problemática y no sale de ahí. Están encerrados dando vueltas en torno a sus problemas y no miran hacia afuera en ningún momento.

— La muerte es la gran amenaza humana, pero aquí aparece con la distancia suficiente como para que los personajes no se sientan en peligro, aunque lo bastante cerca como para generar una perturbación.
—Para mí la muerte es la condición fundamental del ser humano; la conciencia de la finitud Estos personajes están muy solos, y estar muy solo te acerca a la muerte porque te encierra con toda la parte oscura que tiene que ver con la pulsión de muerte. 

Normalmente en la vida no pensamos en la muerte salvo cuando el cuerpo empieza a no funcionar bien —ahí eres consciente de que eres carne, carne que se va a corromper, carne que se está corrompiendo en el momento en que estás enfermo. Y estos personajes, algunos de ellos enfermos, no pueden dejar de mirar la muerte. Aunque no piensen en ella, les está resonando todo el rato.

Y luego está la muerte social. Los personajes mueren socialmente porque están solos, no tienen dónde recurrir. El libro habla, para mí, sobre la descomposición social, sobre la muerte de un tejido social sano, que es lo que está de fondo constantemente.

—Una mujer observa una lavadora llena de sangre, otro animales muertos, y se quedan pasmados. Saben que está sucediendo algo, pero no tienen la capacidad de descifrarlo del todo, aunque sienten que deberían ser capaces de ello.
—Es que creo que así son nuestras vidas. Todo el tiempo el ser humano está delante de cosas que no se han descifrado, y todo el tiempo queremos descifrarlas. A veces creemos que podemos, pero no estoy muy segura de que sea posible. A veces pienso que la vida —todo esto que hemos armado, y la ciudad— es algo muy raro si te paras a pensarlo. El funcionamiento humano es verdaderamente extraño. Todo parece un intento de controlar lo incontrolable.

En estos personajes también está eso, pero además muchos de ellos se cuestionan dónde les han llevado decisiones tomadas, a veces sin darse cuenta, a veces pensando que hacían bien. Y aparece una especie de pasmo: ¿cómo es posible que el camino que he tomado me haya llevado al último lugar al que quería llegar?

Es también el pasmo de observar un mundo que está escondido, pero que habitualmente no ves y que, sin embargo, está hablando de ti. Como darte cuenta de que tienes un brazo pudriéndose y no lo habías querido mirar. El pasmo de cómo he llegado aquí

Y en los bordes, en las periferias, todo eso está más a la vista. Estuve en París, en Saint-Denis, caminaba mucho y vi muchas cosas: hijos que nunca han visto trabajar a sus padres, ascensores que no funcionan… Vivimos al margen de eso, y a veces es enorme; ciudades enteras así.

—Es la descomposición más evidente.
—Más evidente y ahora nos está llegando. Tengo una impresión —y creo que mucha gente la tiene, no solo yo— de que las cosas están empezando a no funcionar en general. Que ya no se va a poder contener en un apartheid o en lo que sea, sino que nos va a alcanzar.

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—Hay algo extraño en cómo narras esos momentos límite de los personajes. La narradora mantiene distancia, es aséptica, pero a la vez transmite lo brutal.
—Sí, porque para trasladar un sentimiento o generar empatía no es necesario usar un lenguaje empático. Se puede hacer desde la distancia. Esto se ve muy bien en el cine: una imagen puede impactarte muchísimo sin que haya un subrayado emocional. El lenguaje construye imágenes.

Yo, en general, soy bastante visual al escribir. Cuando los cuentos aparecen en mi cabeza casi que los veo. Lo que hago es buscar palabras que sean lo más visuales posible. Ver es lo que genera la emoción, no que el narrador lo explique o lo enmarque con un lenguaje emocional.

Ese lenguaje emocional —que funciona muy bien en primeras personas—, si lo pones en un narrador, a veces genera lo contrario: un exceso dramático, empalagoso, muy sentimental. Como en el cine: una lágrima puede impactar más que un estallido de plañideras, que incluso puede llegar a tener un punto cómico. En la contención muchas veces hay un mayor efecto dramático.

—Quería preguntarte por Los amores idiotas. Es casi una nouvelle. No sé si tiene que ver con que, en el proceso de escribir un cuento, un relato puede expandirse casi sin que te des cuenta y está bien no tener el final claro hasta que aparece. ¿Te sucedió eso?
—¡En realidad sucedió lo contrario! Yo pensaba que era una novela y al final es una nouvelle. Ese texto —a diferencia del resto de cuentos del libro, escritos en la misma época y bajo el mismo impulso— lo arrastraba desde hacía muchísimo tiempo. Durante mucho tiempo lo he llevado por aquí y por allá, he explorado muchas vías. Y solo cuando empecé a escribir los cuentos —porque me daba cuenta de que Los amores idiotas estaba remando en la misma dirección que ellos— se me ocurrió por fin una escena clave que me permitió ponerle final.

Hay algo muy difícil en la distancia media. La escritura del cuento, si tienes facilidad para el relato, es como un cuello de botella: el propio texto te hace pasar por él y sales. Una novela funciona por acumulación episódica: cuántas cosas, cuántas notas, cuántos capítulos, y acabas construyendo un universo. Pero en la distancia media, si lo dejas como cuento se queda escaso, y si intentas alargarlo no funciona. Averiguar cuál es esa distancia media es un trabajo de ingeniería de escritura muy complejo. A mí me costó muchísimo hasta que di con la fórmula.

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—Además es complejo porque, en una novela, el catalizador es la trama, pero aquí el catalizador es un tema que cose los distintos relatos. Esta no es una recopilación de relatos escritos disgregadamente a lo largo de años y años.
—Yo sabía que quería escribir sobre un tema, y ese tema tenía que catalizar en muchos cuentos distintos, cada uno de manera diferente. Y eso es complejo y puede ser extenuante, aunque luego el libro tenga 150 páginas.

—¿Cómo te sientes en mitad del proceso? Cuando ya tienes unos textos suficientes o ya tienes claro que ese va a ser el libro, pero aún debes volver a sentarte, empezar de cero y dejar que otra historia crezca.
—Los libros de cuentos siempre los he tenido muy claros. En el momento en que lo veo, voy a por ello. Lo que dices me pasa en las novelas, y en mitad del proceso me puedo sentir totalmente perdida: volver, quitar… Es la sensación de que estás a punto de lograrlo, pero al mismo tiempo estás a punto de cagarla. Y tienes que aprender a caminar por esa línea, porque es la que te lleva al final del proyecto.

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