VALÈNCIA. ¿Qué ocurre cuando la máquina ya no es un recurso de la ciencia ficción anticipatoria, sino el elemento que regula la economía, la política, la vida emocional y el futuro mismo de las personas? El dramaturgo y director Álvaro Octavio Moliner indaga en esta pregunta del presente en su próximo estreno en el Espacio Inestable, Capitalism ex Machina, programada del 5 al 7 de diciembre.
El cartel de la obra es toda una declaración de intenciones, una recreación de la imaginería ligada al álbum conceptual The Man-Machine de la banda electrónica alemana Kraftwerk, pero con un atuendo que imita el uniforme de Robocop (Paul Verhoeven, 1987) y los rostros de quienes hoy gobiernan las infraestructuras digitales del planeta: Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y Sundar Pichai. En este ecosistema homogéneo de blancos multimillonarios, llama la atención la presencia del CEO actual de Google. Su patrimonio personal no es tan elevado como el de los dueños y señores de Tesla, Meta y Amazon, pero el motor de búsqueda tiene un peso fundamental en la cotidianeidad del mundo.
Moliner revisita en su obra el mito fundacional de Silicon Valley. La quimera moderna sitúa el origen de Apple y Google en un garaje, condicionando el éxito de la innovación y el emprendimiento tecnológico al fogonazo de una buena idea, sin poner en valor el esfuerzo sostenido, un modelo sólido de negocio e, importantísimo, la preexistencia de conexiones y recursos económicos.
La contraposición con la realidad española actual no puede ser más sarcástica: “Aquí, en el mejor de los casos, vives en un piso y en el peor, estás alquilado y casi no puedes pagarlo. El capitalismo tecnológico nace en garajes de chalet de dos plantas donde la familia media estadounidense aparca un par de coches”.
En escena, un mismo personaje se desdobla en cuatro intérpretes que buscan inventar en un garaje la “máquina definitiva”, rodeados de objetos acumulados. “Se llega casi al paroxismo y a la exageración, porque en un aparcamiento de este tipo se guardan muchos objetos que no sirven”.
El dramaturgo recuerda lo chocante que resulta pensar que el origen ideológico de la meca tecnológica fuera progresista: “Silicon Valley fue fundado por hippies. Parecía que todos eran muy de izquierdas y que pensaban en la tecnología para mejorar el mundo”. Sin embargo, ese ideal no sobrevivió al poder. Para Moliner, la transformación ha sido histórica y dramática: “Luego nos hemos encontrado con la ceremonia de la investidura presidencial del segundo mandato de Donald Trump, en la que esta aristocracia ha inclinado la rodilla y ofrecido todo su poder y toda su economía y su influencia al servicio del emperador”.
Esa mutación se ha hecho especialmente evidente en sus protagonistas: “Zuckerberg y Musk se han ido destapando. Hasta hace poco, Elon llegó a ser un icono de la izquierda, pero luego se ha demostrado que no, y el remate fue el famoso saludo nazi, sin paliativos, en un mitin”.

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Esto va una inteligencia artificial y le pregunta a otra
Capitalism ex Machina nace directamente de la obra anterior de Moliner, Generación Cyberpunk, estrenada hace escasos dos meses en La Rambleta, donde revisaba películas y novelas que forjaron la imaginación tecnológica de toda una generación: Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Robocop y Terminator (James Cameron, 1985), a los que se sumaron las lecturas iniciáticas de autores como William Gibson, padre del cyberpunk.
Moliner da vueltas en ambas obras al concepto filosófico de hiperstición, que refiere al hecho de que ciertas ficciones, al difundirse, acaban convirtiéndose en realidad. Hoy en día, señala que el futuro ya no es un porvenir distópico, sino nuestro día a día. Y menciona ejemplos que hace solo cinco años hubieran parecido ciencia ficción, pero que hoy acumulan titulares en la prensa: “Este año parece que haya habido un boom de robots domésticos. En China han sacado uno que por 5.000 euros te hace las faenas de la casa. La inteligencia artificial ha estallado, no existía antes y ahora parece impensable hacer nada sin ella”.
A este respecto, el montaje incluye un diálogo entre ChatGPT con otra IA donde ambas bromean con la tendencia actual entre las personas de servirse de estas herramientas como confidentes y terapeutas. Los seres humanos hemos llegado a la situación paradójica de solicitar a las máquinas respuestas sobre nuestras emociones.
Moliner observa el fenómeno con una mezcla de alarma y aceptación: “Estamos en este punto y va a ir a peor, aunque yo tampoco soy muy catastrofista: es el tiempo que nos ha tocado vivir”.
El avance tecnológico, afirma, ya no es solo funcional, sino que produce impacto psicológico, emocional y social: “Hasta la lavadora tiene inteligencia artificial, es el psicólogo de muchos jóvenes y en muchos casos, su mejor amigo. Próximamente va a convertirse en su pareja”.

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Pero en paralelo, la democracia está en retroceso: “Ahora hay una tendencia a pensar que lo público y el Estado son una fuente de corrupción y un derroche de dinero. Ha aparecido una figura como Milei, con la motosierra, diciendo se acabó el Estado y su mensaje ha calado muchísimo entre la generación Z”.
La contradicción es que esos jóvenes que se han estrenado recientemente en las urnas o están a punto de votar se decantan por opciones políticas que van contra ellos y ellas mismas: “Se trata de gente que probablemente ni siquiera tenga trabajo ni acceso a la vivienda, justamente por una acción capitalista”.
Música tecno, reflexión lúcida en una rave y marxismo 2.0
El origen intelectual del proyecto se alimenta de las teorías filosóficas de varios autores del mayo del 68, como Gilles Deleuze y Victor Guattari, del círculo de estudiantes de Filosofía en Warwick, caso de Mark Fisher y su mentor Nick Land, como también actuales, Slavoj Žižek, Paul B. Preciado, “con una visión más de género”, Helen Hester, “que habla de que la mujer se tiene que apoderar también de la tecnología o si no va a quedar fuera de toda toma de decisiones y esfera de poder”, y Byung-Chul Han, “un autor más accesible por pop, que incide en la dependencia que provoca la tecnología y las redes sociales a través de la segregación de dopamina”.
Como comparte Moliner, “los filósofos de los años 90 se juntaban en Inglaterra para hacer raves, consumir drogas y pensar. Desde ese ambiente de música tecno, drogas y alta filosofía se revisó el marxismo clásico, concluyendo que la izquierda no podía renunciar a apropiarse del futuro tecnológico”.
Entre las reflexiones de las que se ha empapado el director de escena y por extensión, sus producciones, están conceptos como el aceleracionismo, que postula cómo el capitalismo solo caerá cuando alcance su máximo desarrollo. Es decir, el futuro no pasa por derrotarlo, sino por apresurarlo hasta el colapso.
“El marxismo se ha convertido en algo de chaqueta de pana y de cantar consignas en las manifestaciones. Tristemente, hoy en día va a menos, pero estas corrientes han abierto una vía de esperanza con ese pensamiento positivo hacia cuál es el futuro y pensar en la sociedad después de que las máquinas lo hagan todo”, opina Moliner.
El teatro de la conmoción
El proceso creativo en las obras de Álvaro Octavio Moliner parte de improvisaciones regidas por un marco teórico. El autor se decanta por propuestas escénicas alejadas del teatro literario tradicional. De hecho, cada vez se le hace más complicado originar la dramaturgia desde el texto, desarrollar diálogos, crear personajes y profundizar en ellos.
“Además, también hay una tendencia muy general en la ficción que consumimos, que sobre todo son las series en las plataformas, donde hay poca experimentación, las estructuras narrativas son muy rígidas y siempre hay un viaje del héroe y una estructura canónica”, expone.
A este respecto, la poesía se ha convertido en el único camino que encuentra para usar texto en escena, ya que le permite descentralizar la importancia del verbo. “La palabra no puede ser el centro ni la esencia del teatro”, considera.

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Por ello, defiende unas artes escénicas más cercanas a las artes vivas, donde el público siente más que entiende: “La conclusión que tienen el espectador y la espectadora al salir de mis obras es que no han comprendido demasiado. Van más de dejarse emocionar o como escribieron en una crítica, de conmocionar”.
Su objetivo no es explicar el mundo ni aleccionar. Plantea preguntas a las que ha de responder una audiencia que, mayoritariamente en las representaciones de su compañía, es de corte progresista y comparte su ideario. “Tenemos la máxima de no ilustrar, no adoctrinar. Nos parece un insulto a la inteligencia explicar todo al detalle”.
En Capitalism ex Machina vuelve a aparecer una constante en su trabajo, el uso de la máscara y el maniquí como espoleadores del subconsciente. El director cita tanto las Talía y las Melpómene del teatro clásico griego como el uso de máscaras por parte de las culturas chamánicas. “Cuando hay máscara se da una personificación, una mayor mímesis con el público, ya que permite proyectar cualquier cara o la tuya propia. En ese medio de distanciamiento hay algo mágico e invocador que hace que la gente entre más y llegue más profundo. Hay algo en ese extrañamiento que lo hace creíble”.
Como referente, cita a Tadeusz Kantor, el creador del teatro de la muerte, que también se servía del maniquí como criatura liminal: “Cuando los trasladamos a la sala de ensayo o al teatro, la gente en la calle se queda paralizada porque no es un muerto, pero les remite a la muerte. Es algo que no se alcanza muy bien a descifrar y tenemos muy escondido en la mente”.
En la pieza juega con esa ambigüedad. Hay momentos en los que el público no sabe cuántos intérpretes hay en el escenario, ya que hay maniquíes que están vestidos igual que los intérpretes y se confunden, intérpretes que parecen maniquíes y al revés. “Todo ese juego entre la identidad de los seres humanos me fascina”, reconoce.
En los últimos años, el director ha consolidado un equipo artístico estable, con su socio tanto en la productora audiovisual Nuro como en el espacio de creación Fic-Lab, Iván Arbildua, los actores Nacho Sánchez y Marina Cerisuelo y la coreógrafa y bailarina Cristina Gómez.
Una grúa evolucionada y en manos peligrosas
Ex machina es un término en latín comprendido en la expresión deus ex machina. En origen es un recurso narrativo en el que un problema que parece irresoluble se soluciona de forma repentina y poco creíble, a menudo mediante una fuerza externa o inesperada. En el teatro griego y romano aludía a la grúa que se usaba para bajar a un actor que interpretaba a un dios y solucionaba el conflicto de la obra.
En esta propuesta, la máquina remite tanto a la que apuntaba Marx a finales del siglo XIX como el elemento del que se servía el capital para sustituir a los obreros, “ahora una máquina electrónica que piensa y es el verdadero reto al que nos vamos a enfrentar”, como al hecho teatral, como recurso escénico para solventar una trama que acaba así abruptamente.
A la compañía le da la excusa para poner en juego distintas máquinas que irán apareciendo en las tablas del Espacio Inestable, desde el móvil hasta la motosierra, “que resulta muy estética, con su olor a gasolina y el ruido que genera”. En el plano sonoro también va a incorporarse música tecno, totalmente sintetizada, que va a tener un efecto disruptivo.
“Un buen subtítulo podría ser ‘la máquina y el capitalismo, una historia de amor’ -explica Moliner-. Lo importante es dónde nos deja a a nosotras y qué vamos a hacer, porque si el dueño de la máquina son estos cuatro magnates que están más allá del bien y del mal, que no responden a ningún sufragio, ley ni ética, estamos muy en peligro. Y por eso necesitamos hablar ya de la máquina”.