VALÈNCIA. La música electrónica no es solo sonido, sino también es tiempo, cuerpo y política. En sus diferentes formas, ha servido como refugio, como espacio de disidencia y como terreno de disputa. Ana Gorostizu reflexiona en El arte sin órganos. Manifiesto de la música electrónica (La Caja Books, 2024), a partir de referentes como Mark Fisher, Deleuze o McKenzie Wark, sobre los elementos que hacen de la música electrónica (en su escucha, en su producción y en su baile) una práctica comunitaria y utópica.
—Muchas personas que no están familiarizadas con la escena de la música electrónica podrían sorprenderse de que se pueda intelectualizar las raves y las fiestas porque existe una imagen muy extendida de la música electrónica como algo puramente hedonista. ¿Por qué estudiarlas desde esta perspectiva?
—Creo que precisamente por la imagen que se tiene de estos espacios: se ven como entornos de acción desenfrenada, sin un motivo ulterior, como si no hubiera nada detrás, solo el disfrute de gente joven que quiere salir de fiesta. Pero si miramos su historia y prestamos atención tanto a quienes asisten como a quienes organizan estas fiestas—personas que realmente se lo toman en serio, no solo en términos económicos—, encontramos cosas muy bellas. Para mí, lo más interesante es la noción de comunidad, que a menudo se pierde de vista porque el capitalismo tiende a fomentar la separación.
—Hay dos elementos esenciales en la música electrónica sobre los que hablas extensamente. Uno de ellos es la repetición. En nuestra vida cotidiana, la repetición suele asociarse con la rutina y el aburrimiento, pero en la música electrónica tiene un efecto completamente diferente: abre puertas a que sucedan otras cosas.
—Sí, en la forma en que yo la pienso, siguiendo a Deleuze, la repetición tiene un carácter ontológico: está en todas partes. Pero lo interesante es que cada repetición contiene en sí misma una diferencia. En la música, esto se hace muy evidente. Aunque la repetición puede remitirnos a lo rutinario, en el aburrimiento también hay una belleza especial. Para que una pieza musical se adhiera a nosotras, para que realmente nos atraviese, necesita repetirse. Si escuchamos una composición en la que, a lo largo de cinco minutos, no se repite ni una nota ni un ritmo, nos resulta extraña, como si no pudiera fijarse en nosotras. En cambio, la repetición vuelve la música pegajosa, y eso me parece fascinante.
Esta "pegajosidad" tiene la capacidad de pausar el tiempo. No solemos darnos cuenta, pero incluso en la rutina del día a día—en el trayecto del metro, por ejemplo—siempre hay un descubrimiento dentro de la repetición. No es algo espectacular, pero sí una pequeña pausa en la normalidad. Y en la música ocurre lo mismo.
A mí me gusta llamarlo "miniatura de eternidad": durante un concierto, el tiempo se siente distinto. No es solo que dure una hora o toda la noche, sino que se experimenta como un acontecimiento total, un momento en pausa dentro del tiempo habitual.
—La repetición está relacionada con dos experiencias clave que las personas descubren la música electrónica a través de las fiestas. La primera es la pérdida de la conciencia del tiempo, que suele ser muy placentera y es de las primeras cosas que destacan quienes empiezan en esto. La segunda tiene que ver con la disociación del cuerpo, algo en lo que McKenzie Wark insiste mucho.
—Creo que son las más importantes en el contexto de la fiesta. En cuanto a la disociación, no es solo la repetición de la música, sino también la de los movimientos acompasados del cuerpo. Esto es clave cuando hablamos de la experiencia de la música electrónica, porque el baile forma parte esencial de ella. La escucha puede ser individual—con auriculares, en casa, en cualquier otro lugar—, pero en ese contexto la pausa no se produce de la misma manera porque el cuerpo no está presente del mismo modo en que lo está en la rave.
Para mí, la repetición tiene mucho que ver con esa disociación y con la suspensión de la temporalidad. Entras en un tiempo que es otro, un tiempo no humano. Es algo que también menciona McKenzie Wark: el tiempo de la máquina, en el que estamos dominados por sus deseos.
—Hablas también del sampleo como residuo, como fantasma. Esta idea está clara en términos conceptuales, pero ¿cómo afecta directamente a la experiencia de quien entra en un club y escucha música electrónica?
—Creo que aquí hay una doble dimensión. En la experiencia del baile, parece que dejamos atrás la fantasmagoría. Cuando escuchamos una canción con samples, es el cuerpo el que toma el protagonismo. En ese ponerse por delante, hay un olvido esencial de ese fantasma, y eso es precisamente lo que más me interesa de este tipo de fiestas.
Parece que solo en la escucha individual o en los procesos de producción es donde se manifiesta y podemos sentir un poco esta hauntología. Pero creo que en el baile, al habernos deshecho de nuestros órganos, estamos abiertos a la posibilidad y estamos en una situación liminal, ya lo fantasmagórico ha quedado del otro lado —precisamente porque el cuerpo sin órganos es el deseo y el deseo no tiene faltas. Yo lo pienso en un sentido más deleuziano que lacaniano: Lacan se equivoca al decir que el deseo siempre procede de una prohibición o de una falta. Yo creo que el deseo es producción, creación, estar constantemente en movimiento.
En la fiesta, el tiempo ya no es el humano, y el fantasma desaparece. Para alguien que conoce muy bien esta música y entiende los samples, la percepción es distinta. No es una sensación nostálgica, sino más bien un impulso que empuja al cuerpo aún más al límite. Es el reconocimiento de un sonido que usas en tus propias sesiones o que escuchaste en otro contexto, pero transformado en un estímulo nuevo.
En cambio, en una escucha más pausada, atenta o individual, cuando no estamos sujetas a los procesos de baile ni a la disolución de la subjetividad, el fantasma del sampleo aparece con claridad. Es una experiencia completamente distinta según quién escucha, cuándo y dónde lo hace.

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—Para ti es esencial la figura del fantasma. Lo es también en Fisher, Derrida o McKenzie Wark. Escribes: "Hay música que es como un fantasma, un ente entre la ausencia y la presencia, la vida y la muerte, un tiempo disyuntivo” ¿Por qué es importante el fantasma?
—Es importante porque vivimos en un tiempo que piensa en ser presente, sino que está fijada entre el futuro y la referencia al pasado. La producción cultural con la que estamos familiarizadas—ya sea música, cine o cualquier otro ámbito audiovisual—parece que está anclada en el pasado. Se tiende a pensar en el tiempo anterior como algo mejor —uno de los mejores ejemplos de la fantasmagoría con los remakes.
Cada vez más, sentimos que habitamos un tiempo que no nos pertenece del todo. Si es un tiempo nuestro, es un tiempo de archivo, en el que todo lo que ha sido guardado a lo largo de los siglos reaparece. Y hay algo de verdad en esto. Al capital le interesa especialmente porque resulta muy productivo rehacer formas ya existentes: son cómodas, familiares y generan menos resistencia. Y nos aferramos a estas referencias culturales porque el presente es tenso, inestable y acaba generando inseguridad sobre lo que está por venir.
El fantasma, en este sentido, se manifiesta como la posibilidad de un pasado que no es nostalgia pura, sino una versión embellecida de lo que fue, una imagen construida que nos sigue interpelando. Si no, nuestra cultura pop no se sostendría. Pero más allá de reconocer estos fantasmas, también me interesa pensar en la posibilidad de superarlos, de imaginar un futuro que no dependa de ellos.
— Quería preguntarte por otra idea que está muy extendida en el libro: la dimensión política de la música electrónica. Me interesa especialmente cómo desarrollas las lecturas políticas o sociológicas de cada subgénero dentro de la música electrónica. Muchas veces, las lecturas políticas de la música se hace únicamente a través de las letras, pero entender que la forma en la que se genera la música también forma parte de su hecho político me parece muy interesante.
— Por mi formación en arte contemporáneo, lo veo muy esencial: lo explícito y lo figurativo claro que tienen un mensaje claro, pero cuando Kandinsky dibuja unos triángulos también respondían a un proyecto político. Las formas abstractas tienen mucho que decirnos sobre cómo vemos nuestro presente.
La música electrónica, al pertenecer a una historia industrial y maquínica, tiene mucho que decirnos sobre las situaciones políticas de quienes la empezaron a producir. Los lugares en los que apareció son inseparables de la construcción política que había a su alrededor. Pensemos en la música de baile: el baile siempre es una cuestión política porque nuestro cuerpo está ahí para ser mediado por otros cuerpos, y en esos espacios entran en juego muchas relaciones de poder. Por eso, hacer una breve genealogía de la historia más clásica de la electrónica de baile, empezando por el house, era fundamental. ¿Cómo vamos a entender si no de qué manera bailar en un club es liberador para nosotras como sujetos? Tiene una historia ligada a la máquina, a la comunidad LGTBIQ+, y es inseparable del disco, de Chicago, de las noches antiracistas, del MDMA. Todo esto tiene un germen político que siempre es comunitario y nunca puramente individual.
— En ese sentido, estas fiestas, estas raves, generan espejismos de mundos posibles, de órdenes derribados y reordenados. Pero para que eso suceda, tienen que confluir muchos elementos: la gente que acude, quienes lo organizan y sus motivaciones, las drogas… No sé si este espejismo, por ser tan concreto, acaba haciendo inoperante la utopía porque crea un mundo posible, pero con una puerta muy pequeña.
— Sí, es verdad. La situación que se da dentro de una rave en un mundo como el nuestro no es operable ni realista. Pero sí creo que podemos aprender de los pequeños destellos que allí experimentamos. El capital se quiere apropiar de las raves e intenta fagocitar estas experiencias tan importantes y radicalmente otras. Tenemos que protegerlas a toda costa y saber que este es nuestro potencial, aunque sea simplemente potencial. Obviamente, no podemos vivir todo el rato en el baile, con una subjetividad completamente deshecha y fuera del tiempo concreto. No son cosas factibles, pero lo que sí vemos en fiestas de este tipo es que podemos convivir de una manera no solo festiva, sino afectiva, llevada al extremo.
—Si seguimos esta lectura política sobre cada subgénero de la electrónica, ¿qué está pasando con el hard techno?
—Pasan muchas cosas. Durante mi investigación, me interesé mucho por la idea de la rapidez y el aumento del ritmo en la música. Antes de la pandemia, la electrónica no tenía tanta presencia en la vida cotidiana a nivel popular, y de repente nos encontramos bailando a velocidades extremas. ¿Por qué?
Creo que hay una relación directa entre los tiempos de crisis y la necesidad de salir de fiesta, de desfogarse. Cada vez que entramos en recesión, los ritmos se aceleran. Pero también hay un aspecto del hardstyle o del hard techno que tiene una estética inquietante, con ciertos elementos que rozan lo nazi. Eso me preocupa.
Me gustaría entender mejor qué está pasando ahí, pero intuyo que la velocidad responde a una necesidad de quienes viven en crisis. Es una manera de procesar lo inasumible de la propia existencia: el vértigo del presente, la aceleración de los ciclos de crisis y la inmediatez con la que nos enteramos de todo.
—Te leo otro fragmento: "Bailar es siempre una experiencia política. Ponemos el cuerpo adelante, abrimos y creamos espacios que se mueven en sincronía con los cuerpos de los demás". Lo que también está pasando con el hard techno es que se ocupa el espacio del baile de manera diferente, rompiendo ciertas reglas del baile más libre que permite mejor la disociación. De repente, este género—o la sociología vinculada a él, o la cooptación que están haciendo las discotecas—parece haber quebrado una armonía.
—Con el hard techno también hay muchas reglas de comportamiento —hay una manera "correcta" de bailar, una gestualidad muy marcada, casi performativa. En ese sentido, se ha convertido en una forma rentable de canalizar, productiva y comercialmente, un tipo de fiesta que en su origen era bastante política.
El problema es que, al asumir un personaje dentro de estas fiestas (por ejemplo, bailando con los brazos cruzados, como vemos en TikTok), ya no es la persona la que se disocia en el baile, sino que sigues unas normas muy concretas. En lugar de una desintegración de la subjetividad, lo que ocurre es lo contrario: la subjetividad se refuerza porque el objetivo es que te miren. Al final, estas fiestas han generado una imagen de la electrónica que, en términos de corporalidad, ha sido completamente capitalizada.
—¿Qué sucedió en la pandemia con el descubrimiento de la música electrónica? Las raves ya tenían la estructura para organizar fiestas clandestinas, así que fueron las primeras en activarse. Mucha gente que no estaba familiarizada con ese mundo, o que tenía prejuicios sobre la electrónica, se acercó y descubrió que no era lo que pensaban. Eso es evidente. Pero también hubo una conexión corporal distinta, determinada por las condiciones del confinamiento.
—La historia de la música electrónica y su forma de bailarse es muy diferente a la de otros géneros a los que estamos más acostumbradas en España, como el reguetón, por ejemplo. ¿Por qué no se pincha tanto reguetón en una rave? Porque es una música que invita a un tipo de baile muy pegado, en espacios cerrados, buscando un contacto distinto al que se genera en la electrónica.
El baile en la electrónica tiene más que ver con la comunidad. Durante el confinamiento, al estar encerradas, sin acceso a nuestras amistades ni a nuestros círculos más cercanos, era cuestión de tiempo que surgiera la necesidad de un espacio así. Y la electrónica tenía todos los elementos para hacerlo posible. Aunque alguien no conociera su historia, aunque fuera su primera rave, podía ver cómo los cuerpos la vivían y la quería hacer suya de inmediato.
Esa idea de la corporalidad no está tan presente en otros géneros, seguramente por su estructura musical. La electrónica funciona de otra manera: no hay una mediación tan reglada sobre cuándo empieza una canción, cuándo entra el estribillo o la voz. Es una música más abierta, en la que el sonido va tomando distintas fugas y el cuerpo se deja llevar. Ahí es donde se genera otro tipo de contacto, otras ondas, otras formas de estar juntas.