VALÈNCIA. Uno piensa que se conoce, cuando en realidad, solo conoce lo que es en el momento, o lo que cree que es. Hay quien dice —el físico teórico Carlo Rovelli—, que más que seres —ciñéndonos al verbo ser—, somos eventos: configuraciones concretas de átomos y fuerzas y posibilidades que se suceden. En realidad tiene mucho sentido: la percepción de un todo no resiste el análisis biológico más básico: ya no es solo que seamos el producto de la relación de millones de millones de unidades de vida, sino que además nos conforman otros organismos, como las bacterias, sin los cuales no seríamos lo que somos. Cuando decimos yo, decimos una legión. Y está bien así.
Necesitamos simplificar para poder ser operativos. Lo que ocurre con esto es que razonarlo nos despoja de esa sacralización del uno, grande y medianamente libre en el que intentamos creer: hay que tomarse un poco menos en serio. No hay nada más cómico que esas afirmaciones que tratan de certificar que uno se conoce como la palma de su mano: con suerte, uno conoce un poco de la palma de su mano. Decía Walt Whitman algo así como: ¿que me contradigo? Claro que me contradigo: yo soy inmenso, contengo multitudes —la cita es bastante exacta—. No hay que darle importancia a la contradicción: es de lo más común. Quien no se contradiga con el paso del tiempo, o es un robot, o alguien muy aburrido. No contradecirse implica ser impermeable a los cambios. Decía Keynes —disculpen el abuso de citas—: cuando las circunstancias cambian, yo cambio de opinión. ¿Usted qué hace? Pues eso es: en esta vida mutante, tener verdades inamovibles es cuanto menos inquietante. Lo normal es decirse y desdecirse: donde dije digo digo Diego. Y no pasa nada.