Uno, dos, tres. Cuento hasta tres y respiro.
Algo debo haber hecho mal para deambular por esta tierra de nadie donde acechan los francotiradores. Cruzar trincheras es un ejercicio peligroso. Siempre lo ha sido. Mi naturaleza empática se está desmoronando por momentos. La violencia gratuita ha conseguido que tome partido, que lo haga desde las entrañas. Y sé que eso es mal asunto. Pensar es más productivo que sentir, pero ahora mismo no estoy en condiciones.
Cuatro, cinco, seis. Cuento tres veces más y respiro.
No recuerdo bien cuándo se produjo en mí la metamorfosis. Oigo decir por ahí que ahora le llaman adoctrinamiento. Quizá tengan razón y no sea consciente del catecismo que me inocularon a pequeñas dosis sin que yo me percatara a tiempo. Mi viaje vital por Barcelona comenzó en Bellvitge, pasó por el Clot, por Cerdanyola, por Horta y acabó en Consell de Cent, en pleno Eixample. Tal vez este recorrido no fuera tan casual como parecía. La primera dosis de caramelos envenenados la debí de tomar cuando escuché por primera vez la Laura de Lluis Llach que cantaban como un himno mis compañeras de piso. “Avui que puc fer una cançó, recordo quan vas arribar...” me dio la bienvenida a un país y a una lengua totalmente desconocidos..