VALÈNCIA. El llanto sigue siendo un terreno vedado para la mayoría de los hombres: incluso habiendo cambiado considerablemente las cosas a mejor en ese sentido (en algunos lugares, en algunos momentos), a grandes rasgos, del total de los hombres que habitan ahora mismo la Tierra, deben ser muy pocos los que dejan fluir sus lágrimas con libertad y sin complejos. Las maneras en que se lleva a cabo esta castración antillanto son sorprendentemente parecidas a lo largo y ancho del planeta: llorar es un signo de debilidad, una acción que habla de la vulnerabilidad cuando lo que se quiere decir es fuerza, aspereza,
inmutabilidad. Los hombres no lloran. Hombre se convierte, en este aprendizaje perverso, en una identidad forzosamente heterosexual, rocosa, de ficción televisiva de bajo presupuesto y mala calidad. En ese impasse, los hombres que nacen y crecen (porque este mal afecta sobre todo a los hombres y por ello es causa de una infinidad de venenos que destruyen nuestras sociedades, imperfectas, sí, pero con menos carga cultural, potencialmente habitables), decíamos, nacen y crecen tullidos, inviables, anómalos. Llorar no es solo expresión de dolor: llorar desde unos ojos generados por cromosomas XY es tolerable siempre que sea de emoción, lo hemos visto: se puede llorar, como se dice, de emoción, por una final ganada, por una victoria deportiva. Así sí. Ese es uno de los pocos reductos para la acuosa salinidad que los hombres tienen permitidos. Durante cierto tiempo, y esto es importante, se pensó que era una cuestión generacional, que hacia abajo significaría mejora, que la castración se superaría, que nadie recordaría los tiempos pasados, con anhelo. La realidad vino para disolver las ensoñaciones. La tendencia no es necesariamente hacia la apertura. No solo eso, existe un vector inquietante que apunta a un retorno a lo peor, a lo que se pensaba, quedaría atrás sepultado en el olvido de las ruinas del pasado de lo que fuimos.