VAlÊNCIA. ¿Es la literatura humorística un género menor? La pregunta se repite aquí y allá en cada presentación, en cada entrevista y en cada coloquio moderno o muy moderno. Como si fuera un cumplido introductorio al autor o autora de turno. Como si fuera una vindicación. O como si fuera un lamento. El lamento eterno, esencial y tremendista sobre nuestro país: piel de toro, vasto territorio de caínes y de abeles, país de charanga y pandereta, de guardias civiles y medallas a Vírgenes, a santas y a cristos de la buena muerte. Lo tenemos todo: alegría nacional y medallero olímpico.
Somos una gran nación, como ETA, porque nos hemos hecho fuertes con el humor de José Luis Moreno y de Arévalo en Noche de fiesta. Y con el de Ángel Garó, el de Cruz y Raya y el de Lina Morgan, que en el fondo estaban preparando a toda una generación para la angustia. En cine, José Luis Cuerda y Luis García Berlanga sabían de qué país hablaban. De los guardias civiles y de las medallas a Vírgenes, santas y cristos de la buena muerte custodiados por una legión de legionarios morenos, bultosos y tatuados haciendo coreografías. Es decir, el esperpento, tan de Valle-Inclán como de Paco Martínez Soria, ese actor que saltó a la fama por hacer eternamente de abuelo paleto y que escondía, en realidad, al socio de un prostíbulo de postín para la gente bien de Madrid.
Nuestra tradición es la humorística
¿Ha sido el humor un asunto maltratado en la literatura española? Hay que tomar con precaución esa hipótesis. Al fin y al cabo, pocas tradiciones nacionales ponen en la cúspide una obra como El Quijote, que no dejaba de ser la historia de un viejo loco que confundía cómicos con demonios y ladrones con botas de vino, y que iba acompañado de otro paleto pueblerino mucho más noble que aspiraba a ser emperador de una ínsula en medio del campo manchego. Lo del quijotismo y lo del espíritu de libertad frente a las imposiciones mundanas, es decir, la lectura profunda del Quijote, vendría luego. Lo que leyeron en el siglo XVII era un puro disparate.
También era un puro disparate la gran mayoría de obras teatrales del siglo de oro. Esa fue su mayor virtud y su mayor defensa cuando Lope de Vega en el Arte nuevo de hacer comedias argumentó que las obras debían hacerse pensando en quien las pagaba, y quien las pagaba se reía con amoríos entre criados, viejos verdes, amantes ridículos, cambio de identidades y un sinfín de enredos. Nada más tradicional a estas alturas, ni nada más humorístico, que El Quijote o que Los locos de Valencia, La dama duende, El lazarillo de Tormes, Góngora o Quevedo.
¿Son un género menor? En absoluto. ¿Son minoría? Puede ser. Mientras la cultura humorística española dejaba atrás a la otra generación del 27 y se fraguaba al calor del destape, los bingueros, Esteso, Pajares, la Ramona Pechugona, Gila, Eugenio, Faemino y Cansado, y las supergordas de Javier Gurruchaga, la literatura tras el franquismo no se decantaba a las claras por el humor, chusco o cínico, da igual.