Cuando me muera me gustaría que me dejasen en paz. Sólo cuento con la compañía de otros muertos; no espero la de los vivos, que se olvidan enseguida de quien fuiste. Los muertos se merecen un respeto, quizá el que no alcanzaron en vida.
Yo, que todavía estoy vivo como el Calígula de Camus, siento un respeto reverencial por los difuntos. Por eso me enojo y entristezco cuando leo que la paz de un muerto ha sido violentada por algún desalmado. A comienzos de mes nos enteramos de que las tumbas de la Pasionaria y el fundador del PSOE, Pablo Iglesias, habían sido profanadas en el cementerio de la Almudena. Alguien las había cubierto con pintura blanca. Recientemente, la del filósofo Karl Marx era atacada por segunda vez en el camposanto de Highgate, en el norte de Londres. En un cementerio francés, ochenta tumbas judías amanecieron con cruces gamadas la semana pasada. Que se sepa, aún no se ha detenido a los responsables de estos actos vandálicos.
La profanación estrella está por llegar: es la exhumación de los restos de Francisco Franco, tantas veces postergada en los últimos meses. Es la obsesión de Pedro el Aventurero: sacar a la momia del Valle de los Caídos. Si lo logra, el líder socialista podrá presumir del principal logro de su efímera gestión, junto a la mejora de las temperaturas con la llegada de la primavera.
Sería terrible que Franco permaneciese en Cuelgamuros por culpa de las triquiñuelas legalistas de su familia. El Gobierno haría el ridículo —¡una vez más!— al incumplir otra de sus promesas: el impuesto a la banca, la derogación completa de la reforma laboral, la eutanasia, su meditado plan para acabar con la enseñanza pública, etc.
Franco, asunto exclusivo de los historiadores
A mi edad puedo permitirme decir algo de lo que pienso, lo suficiente en este caso para mostrarme contrario a la exhumación del dictador. Franco, militar africanista de acrisolada crueldad, pertenece al pasado. Debería ser materia exclusiva de estudio de los historiadores y no motivo de discordia entre los españoles.