O al hacerse viejo se le funden a uno los recuerdos con la infancia o los líderes políticos actuales tienen mucho de Iznogud. El personaje que crearon Rene Goscinny y Jean Tabary tenía solo un objetivo en esta vida, "ser califa en lugar del califa", y daba vueltas en círculo desesperado, tramando y volviendo a desear solo una cosa "ser califa en lugar del califa". En muchas de las apariciones de políticos en esta acumulación de elecciones que hemos superado este año, las viñetas de Iznogud se me intercambiaban con las imágenes televisivas, aunque esto no tiene nada de original, porque el personaje pegó tan fuerte que forma parte de la cultura popular y se ha utilizado hasta la saciedad en columnas y artículos políticos. Está, de hecho, insertado en el lenguaje.
Actualmente, no es extraño encontrar a lectores que experimenten sentimientos encontrados con esta historieta ambientada en Oriente Próximo. Entre esos niños lectores de Bruguera, donde apareció en sus publicaciones como la revista Mortadelo, o de los que eran fieles a El Pequeño País, no era muy popular. Era la historieta que todo el mundo conocía, pero que a prácticamente nadie le gustaba. Aburría y no se llegaba a comprender.
Sin embargo, con esa generación un poco más mayor, al crecer solo un poco, la cosa cambió cuando caían en sus manos los tomos que sacó Grijalbo. Se convertía en un relato apasionante, un cómic con un humor amable de tintes surrealistas que no se parecía absolutamente a nada. No había cambiado, pero con un pelín de madurez más del joven lector, entraba que daba gusto cuando unos años antes resultaba insoportable.