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MATERIAL FUNGIBLE

Cuando le preguntaron a Muñoz Molina si había montado en helicóptero

Una amiga me recomendó “Plenilunio” cuando estudiaba la carrera. Debíamos de tener dieciocho o diecinueve años, porque poco tiempo después comenzamos a perdernos la pista, y ese libro, ese primer chispazo, se lo debo a ella. Plenilunio. Mi resistencia fue grande, pues en aquella época, me obstinaba en leer todo aquello que parecía obligatorio para ser profesor de literatura. Todo lo inexcusable. Todo lo sagrado. Mio Cid. Arcipreste de Hita. La Celestina. Gonzalo de Berceo. Pardo Bazán. Unamuno. Nombres y más nombres repetidos en las historias de la literatura española. Nombres contundentes, lecturas áridas que consumían mis días y que me provocaban un remordimiento infantil cada vez que me quedaba dormido a las seis de la tarde, a las siete, a las ocho…

La mayoría de programas de la universidad eran panorámicos y prometían encerrar en esas lecturas toda una época, un movimiento, un país y un siglo entero. Tenían una vocación absolutista y redonda, cerrada y perfecta. Como si el agua se pudiera contener entre las manos. Como si pudiéramos levantar acta de lo que es literatura y fuéramos capaces de entender la grandeza de Cervantes al decir, una y otra vez, que el Quijote fue escrito en 1605, la primera parte, y en 1615, la segunda.

Recuerdo que los martes desayunábamos con el siglo de oro, y pasábamos la mañana con Cadalso, Villarroel, o cosas peores. Avanzábamos a pasos agigantados por nuestra historia y, en cambio, nos asaltaba la sospecha de que aquellos textos, paradójicamente, no hablaban de nosotros. Letra muerta. Patrimonio olvidado. Como esas estatuas de almirantes del siglo XIII o XVII o XVIII que llenan las plazas de España y que ya nadie recordaría a no ser por el nombre que le da a una calle o a una falla. Roger de Lauria. Luis Cadarso. Cervera y Topete.

“Plenilunio” tuvo que esperar las bondades de un verano, una vez la vorágine de libros venerables hubo cesado. Entre tanta fatiga, tomar entre mis manos un contemporáneo como Antonio Muñoz Molina o Roberto Bolaño, el autor de moda entre los blogueros de los años 2000, equivalía a perder el tiempo. Por eso, fue un verano cuando abrí por primera vez las páginas de aquel libro y descubrí a un autor extraordinario y una manera de escribir, solemne, reposada, melancólica, íntima como un cuento nocturno, que me cautivó hasta el punto de pretender imitarlo en cuentos y relatos que deben de permanecer intactos en la memoria de algún ordenador viejo.

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