ALICANTE.- En la segunda temporada de Stranger Things —la serie de Netflix que recrea con fidelidad casi enfermiza cada uno de los detalles de la cultura pop de los idolatrados años ochenta del siglo XX— uno de sus preadolescentes personajes entra en tromba en el salón de su casa, se dirige como un poseso hacia el sofá y empieza a registrar sus profundidades más íntimas, levantando cojines y ocupantes sin miramiento, a la búsqueda de monedas sueltas que hayan podido caer de los bolsillos despistados de los adultos de la casa. Con el botín en la mano, continúa su maníaca carrera hacia el salón recreativo, donde le esperan sus compinches. Quiere comprobar si el nuevo rival anónimo, escondido bajo el nick de Madmax, ha conseguido excavar más profundo que nadie y ha explotado más enemigos que el anterior poseedor del récord del Dig Dug.
Todos aquellos que fueron adolescentes en el período comprendido entre 1980 y 1988 pueden reproducir, en su memoria, una escena como la recreada en la ficción. Los bolsillos de los pantalones de aquellos años debían estar diseñados para escampar su contenido nada más poner las posaderas en un asiento, y los sofás de la época, esos armatostes de sky y cojines forrados con tela de pana, el depósito bancario familiar de las monedas de 25 pesetas, el grial que ponía en marcha la felicidad durante los minutos que duraba el crédito.
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Con doce años, la vida urbana en los años ochenta rondaba las inmediaciones de los salones recreativos, esos lugares míticos que habían incorporado a su oferta de mesas de ping-pong y de billar una colección de mastodontes estampados, cuyo rostro era una pantalla ocupada por gráficos en movimiento que emitían ruiditos de lo más seductores y adorables. Crecían de manera exponencial, relegando a los sótanos las grandes mesas de tapete verde que habían dado nombre a los locales hasta hacía bien poco, obligándoles a cambiar las rotulaciones exteriores, de 'salón de billar' a 'salón de recreativos'. Ya no se quedaba en los billares, se quedaba en las recreativas.
Asteroids, Centipede, Galaga, Pacman, el propio Dig Dug, o la revolución gráfica que supuso Dragon’s Lair en 1983, una máquina que en su interior llevaba un laser disc que iba saltando de escena en escena, toda una revolución que lo convirtió en un juego casi invencible, sirviendo, muchos años después, de maccgufin para la trama de la segunda temporada de la serie protagonizada por Mike, Dustin, Will, Once, Max y Lucas. Juegos que había que jugar en aquellas máquinas que eran como armarios, muebles que en su frontal incorporaban controles como palancas, botones, pistolas, volantes con freno y acelerador —cuando empezaron a recrear los simuladores de carrera y vuelo—, plataformas de baile con sensores de movimiento y de peso, pádel o trackballs.
Para poder comenzar a jugar había que introducir por la ranura monedas de curso legal, aquí las sucesivas versiones de la moneda de 25 pesetas, incluida aquella pequeñita como un rosco, con un agujero en el centro, o chapas del propio local, que canjeaba el encargado que se paseaba por los salones, con su depósitos de calderilla en la faltriquera. Una de las características principales de estas máquinas es que funcionaban con una placa que contenía un solo juego, no pudiéndose detener la acción —como sí ocurriría más tarde en las consolas— una vez pulsado el botón start, pero no por mucho tiempo, porque la duración de las partidas siempre era demasiado corta para los jugadores ensimismados. El crédito duraba lo que duraba la vida del jugador o la cuenta atrás del cronómetro. El subidón de adrenalina llevaba a introducir una moneda tras otra, una de las causas que emparentaron la adicción a estas maquinitas con la más adulta de las tragaperras.