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‘Agujero’, Hiroko Oyamada y la fantasmal corriente de los días

VALÈNCIA. Se mire donde se mire en esta realidad porosa, todo está lleno de orificios, y si se mira un poco más en detalle, lo que uno encuentra es el vacío; esto no es una interpretación religiosa, mística o metafísica, sino pura física: la materia, vista desde cerca, está hueca. El 99,9% de un átomo es vacío: si el núcleo fuese un grano de arroz, la nube de electrones que lo envuelve tendría las dimensiones de un campo de fútbol de los grandes. En efecto, el esquema que nos enseñaron en el colegio no se parece mucho a esto; de hecho, los electrones tampoco son partículas orbitando como pequeños planetas: lo que sabemos de ellos en ese sentido es la probabilidad de que se manifiesten en un lugar o en otro, y de eso está hecha la nube electrónica. De probabilidades. Luego, claro, está la cuestión de las fuerzas, el elemento que juega la partida para que en lugar de un gran vacío, haya unos dedos tecleando esto y otros haciendo scroll. Si pudiésemos acercarnos todavía más, no obstante, quizás descubriésemos que en lugar de vacío, lo que hay es un tejido, pero eso, de momento, pertenece al terreno de las ideas sin demostrar. Ya veremos. Quizás cuando miremos de cerca el vacío, en lugar de cuerdas veamos nuestro universo desde arriba, y al acercarnos más acabemos viéndonos a nosotros mismos escrutando el mundo cuántico. Sería un bucle muy poético. Hasta la fecha, sin embargo, lo que sabemos es lo que sabemos. Este mundo no es amable con los triptofóbicos. Nos fascinan los agujeros negros y especulamos con los agujeros de gusano. Nos molestan los agujeros en los guiones y sin duda nos horrorizan los parásitos, muy dados a escarbar y desplazarse a través de surcos. Estudiamos con preocupación los colapsos en el permafrost siberiano que siembran este inmenso territorio de monstruosos agujeros, cada vez más numerosos. Lo dicho.

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