Si el andaluz rico piensa en Madrid y el andaluz pobre, en Cataluña ¿quién piensa en Andalucia? Esa era un frase que se hizo popular en los años 70 en una Andalucía que reivindicaba tener voz propia en el panorama político español sin tutelas paternalistas allende Despeñaperros. Me viene este eslógan a la memoria cuando reparo en la despersonalización política, económica y social de esta ciudad que se comporta como “candil de casa ajena”, volcada en contentar al prójimo mientras relega al ostracismo lo propio, aquello que le es innato. Hace años que Alicante no tiene quien la quiera con ese amor desinteresado y visceral que se inocula lentamente desde la niñez. Ese amor que no tiene vuelta atrás por mucho que nos decepcione. Una ciudad que decide prescindir de su pasado para reinventarse con cada nueva legislatura gasta demasiadas energías en borrones y cuentas nuevas que no permiten avanzar en ninguna dirección. Es como si cada vez que retomamos la lectura de un libro debiéramos comenzar por la primera página. Y así una y otra vez. No hay continuidad porque no existe un proyecto de ciudad, no hay hoja de ruta y sus gobernantes actuan como si descubrieran el Mediterráneo cada vez que reciben las varas de mando de cualquier institución.
Esta es una tierra fronteriza donde el último que llega toma posesión y se instala como si antes no hubiera existido nada ni nadie. Vienen con sus gentes, sus lenguas, sus costumbres y construyen una nueva ciudad arrasando el legado de la anterior. No asimilan, no se integran, solo sustituyen, entrando como un elefante en una cacharrería. No son todos, pero hay muchos que se autodenominan “alicantinos de toda la vida” que creen que esta ciudad tiene el tiempo que abarca su memoria. Para encontrar alicantinos de más de una generación hay que hacer arqueología censal y explorar el padrón en donde, dicen, quedan reliquias de gente que oyó hablar en sus casas del Tío Cuc, del Negre Lloma, del Carbonell que se construyó un palacio en la Explanada o de aquel Alicante que se acababa en el Cocó, en Benalúa y en Montemar. Pero esta ciudad ha tenido mala suerte con sus políticos municipales que han entendido esto de gobernar como un oficio interino y muy lucrativo a corto plazo. Suelen comportarse como gestores administrativos (no siempre con la cualificación pertinente) más que como servidores públicos. Conciben la política como un negocio más que como un acto de amor por su ciudad. Y así nos va. Las candidaturas se sustentan sobre un esqueleto de intereses espúreos partidistas que no pasarían el primer filtro en un examen de alicantinidad, que debiera ser obligatorio para ocupar el cargo de primer edil. Hay ciudades en las que sería impensable que ocupara la alcaldía alguien que no haya echado los dientes en sus calles. Al menos hasta ahora en que Ciudadanos busca gobernantes municipales de diseño. En Alicante, independientemente de su adscripción política, ha habido alcaldes que amaban la ciudad, o por lo menos la conocían: Lassaleta o el efímero Miguel Valor. Otros, como Josep Beviá o Pablo Rosser, podrían haber sido grandes alcaldes pero, ignoro por qué, nunca lo fueron. Ahora empieza una etapa de rastreo de alcaldables en todos los partidos y mucho me temo que volverán a pesar más las hojas de cálculo, electoral, y la fidelidad al líder que conocer dónde “empinaven el catxirulo” tradicionalmente los alicantinos los días de mona o cuáles son los antiguos caminos para peregrinar a la Santa Faç. Parece una bobada pero no lo es. Cualquiera que quisiera ser alcalde debería conocer estas respuestas. A ver cuántos candidatos y candidatas llegan al aprobado.