Salgo de paseo por el mapa electoral de la Vega Baja con el fin de entender cuáles son las causas del avance de la ultraderecha en España. En principio, el propósito puede parecer desmedido, pero tiene ese algo de ciencia molecular que tanto nos atrae a los que en la encrucijada de la adolescencia nos decantamos por las letras. Al fin y al cabo, una sola célula nos puede facilitar más información sobre cualquier persona que su cuerpo al completo, que es capaz de meter en una urna el voto que nos quiebra un soneto perfecto. La Vega Baja es la célula, para entendernos. Y sus resultados en las últimas elecciones, el verso suelto que no conseguimos rimar con nada.
Así, por encima, el color verde se ha extendido por algunas de las localidades más afectadas por la DANA de septiembre. Por territorios limítrofes con Murcia. Y por una zona de predominio castellano. Con lo que podemos pensar que el discurso de la inacción política, el del odio al inmigrante que recibe demasiadas ayudas y el del frente abierto contra el pancatalanismo son las guías que han conducido a los votantes a dirigir su voto hacia una formación que no había obtenido tan espectaculares resultados no ya en los últimos comicios generales, sino, sobre todo, en los municipales y autonómicos. El problema está en que ninguno de los tres supuestos están plenamente consolidados, salvo, quizá, el primero. Votar a un partido que reniega de las políticas climáticas para salvar el Segura, que es lo mismo que se apunta en Murcia con el precarísimo estado del Mar Menor, no parece responder a una conciencia ecológica arraigada, ni siquiera, probablemente, a la promesa de un plan hidrológico nacional, sino a una revuelta enfurecida contra un poder alterno y dual que no ha hecho, históricamente, nada por solventarlo.
La xenofobia contra los trabajadores semiesclavizados del campo tiene menos sentido aún, salvo por influencia de lo que llega del Campo de Cartagena. En la Vega Baja no hay explotaciones tan grandes como en la región vecina. Y, en todo caso, estaríamos ante la aporofobia acuñada por la filósofa Adela Cortina, el odio al inmigrante pobre. Porque buena parte de las localidades en las que ha arrasado este discurso viven de los impuestos que pagan los extranjeros acomodados que han elegido el sur de Alicante para pasar su jubilación o sus vacaciones al sol. En cuanto al presunto avance del nacionalismo periférico, queda frenado, como las lluvias, al norte de la Sierra de Bèrnia. Y ni siquiera el supuesto empuje de Compromís tiene relevancia en la otra orilla del Vinalopó. Salvo en Crevillent, donde gobierna, donde sí hay una población norteafricana abundante y donde la ultraderecha se ha impuesto este 10-N, destrozando todos los apriorismos.
Lo que queda, de esta forma, es una ingente masa de ciudadanos que han elegido una vía alternativa. Un castigo, una rebelión, a lo mejor un convencimiento fervorosamente católico en algunos de los municipios de la Vega Baja en los que una cruz sigue siendo más alta que una palmera. Una respuesta, quizá, a la peor hornada de estadistas que se han reunido al frente de nuestras instituciones. La Justicia y el consenso político han minimizado los impactos de la ultraderecha en Estados Unidos o Italia, en Alemania, en Suecia, en Austria. No tiene por qué no suceder aquí también. Esa es nuestra salvaguarda. Pero hay casi tres millones de españoles, de voz tan legítima como cualquier otra, que han comprado trozos de un discurso que por partes es muy discutible y en global, inadmisible. Y eso no tiene más tratamiento que comprender, de una vez, que los españoles llevamos cuatro votaciones diciendo que no queremos que gane nadie, sino que todos den su brazo a torcer.
@Faroimpostor