Nací para ser un socialdemócrata templado y he acabado siendo de derechas a la fuerza. No tenía otra opción, mal que me pese. Con una izquierda peleada con la idea de España, ¿qué alternativa tenía? Por desgracia sólo la derecha ha captado la importancia de la cuestión nacional tras el lío catalán. Andalucía anticipa lo que sucederá en el resto del país
Al final todos volvemos a nuestros orígenes. Vivir es volver. Nacido en una familia conservadora he necesitado dar algunos tumbos para acabar siendo de derechas. La cabra siempre tira al monte, pero podía haber sido de otra manera. De hecho, yo reunía las condiciones para ser un socialdemócrata templado. Mi adolescencia y primera juventud coincidieron con el largo gobierno de Felipe González. Estando en la Universidad Complutense rara vez conocí a un profesor o compañero de derechas. ¡Quién iba a reconocerse, entonces, como votante de Fraga Iribarne!
Hubo un tiempo en que ser derechas era una extravagancia sólo explicable por la adhesión sentimental a la dictadura del general Franco. Lo moderno era ser, si no rojo, al menos progresista. Decías que eras progresista y se te abrían todas las puertas y despertabas la curiosidad de hipotéticas novias. Pese a mis orígenes familiares, yo quería ser un joven de izquierdas, solidario con todas las causas perdidas del mundo, empezando por la del pueblo palestino. Admiraba al taimado e inteligentísimo González pese a no votarlo y, acaso por haber consumido sustancias psicotrópicas, llegué a votar al califa Anguita en unas elecciones locales. Aquellos fueron pecados de juventud de los que hoy no me arrepiento.
Dicen que cuando cumples treinta años te vas derechizando. Primero me fui centrando, eso que llaman hacerse un moderado, y luego, pasito a pasito, me fui escorando a la derecha, casi sin darme cuenta. Me pasó como a Fernando Savater, Félix de Azúa y Fernando Sánchez Dragó, nombres a los que habría que añadir los de Antonio Escohotado, Gabriel Albiac y Andrés Trapiello. Todos estos intelectuales, procedentes de la izquierda o la extrema izquierda, se han curado de la enfermedad infantil del izquierdismo, como así la llamaba papá Lenin. Y yo, pese a ser menos importante que ellos, no iba a ser menos.
Con emoción recuerdo el día en que me hice de derechas: fue cuando el nefasto Zapatero llegó a la Moncloa en un tren de cercanías. A partir de entonces, por culpa de este aprendiz de brujo que resucitó la guerra de nuestros pasados y reabrió el melón territorial del Estado, los que éramos de centro nos hicimos de derechas y los de derechas se hicieron ultras.
La izquierda ha minusvalorado la importancia de la cuestión nacional en un momento histórico en que España sufre el acoso y el derribo de los carlistas catalanes
La situación, lejos de mejorar, empeoró con el timorato de Rajoy, el hombre que sentía pavor a tomar una decisión, por sencilla que fuese. ¿Fue de derechas el Gobierno de Rajoy? No hay certezas para afirmarlo como tampoco las hay para concluir que aquel gobernante gallego tuviera una sola idea política en la cabeza, salvo la de permanecer en el poder a toda costa.
Ser de derechas comenzó a ser un orgullo a raíz del estallido de la crisis catalana y el golpe de Estado de Puigdemont y sus secuaces. Miles de ciudadanos colgaron la bandera nacional en sus balcones. En otros países europeos la defensa de la nación y de su integridad territorial es compartida por la derecha y la izquierda. Nuestro país es también diferente en esto: la izquierda ha renunciado a defender la idea de España como una nación de ciudadanos libres e iguales. Por desgracia, esa bandera se la ha dejado a la derecha, que la ha hecho suya.
Es descorazonador que alguien como yo, votante potencial de la izquierda moderada, se vea en la obligación de ser de derechas porque el PSOE y Podemos sienten frialdad hacia la idea de España, cuando no manifiesta animadversión. ¡Si hasta omiten pronunciar su palabra para no mancharse los labios!
Y luego socialistas y neocomunistas se extrañan de lo sucedido en Andalucía. Es sólo el principio de lo que puede venir después. La izquierda ha minusvalorado la importancia de la cuestión nacional en un momento histórico en que España sufre el acoso y el derribo de los carlistas catalanes. Mientras los separatistas siguen con su campaña para desprestigiar la imagen de España en el mundo, mientras una Generalitat en manos de un presidente racista continúa empleando recursos públicos para avanzar hacia la independencia, el Gobierno se entretiene en cuestiones anecdóticas como desenterrar los restos de Franco e incorporar el lenguaje inclusivo en la Constitución.
Con gobernantes así no cabe más remedio que rezarle al apóstol Santiago —un hombre de orden, como es sabido— y encomendarse a los herederos políticos de don Pelayo, se apelliden Rivera o Casado (del robusto Abascal hablaré en otro momento).
No me hubiera gustado llegar a este punto, hubiera preferido no hacerlo como Bartleby, pero acepto que hoy ser derechas no es una opción sino una dolorosa obligación para encauzar el rumbo del país. Ahora falta que el coqueto Sánchez, en un gesto de patriotismo poco probable, convoque elecciones y dé la voz al pueblo. Derrotado el PSOE, el país volvería a estar en buenas manos, las manos que lo gobiernan desde los tiempos inmemoriales de los reyes godos. Significaría volver al orden natural de las cosas, y eso a mí me tranquiliza.