MEMORIAS DE ANTICUARIO 

Y el arte, sin embargo, siempre nos asombra

11/10/2020 - 

VALÈNCIA. El último invento tecnológico que de alguna forma me produjo fascinación fue la pantalla táctil de los teléfonos móviles, un hallazgo que ahora está asumido en nuestra forma de vida como el colchón de muelles. Antes de ello me lo había producido la memoria portátil popularmente conocido por “pen”. Recuerdo el día que llegó al despacho un compañero con una cosa minúscula en el llavero, en la que cabían todos los archivos del enorme disco duro ordenador y simplemente me pareció alucinante. Después de aquellas dos revelaciones, nada tecnológico me emociona. Y ya han transcurrido sus buenos años. Me parecen interesantes algunas aplicaciones que utilizo con mayor o menor frecuencia, pero ya no he vuelto a experimentar el asombro.

Con el arte, sin embargo, no me sucede lo mismo, y la capacidad que tiene para sacudir creando, ex novo, infinitamente, a partir de elementos y materiales concretos y en buena medida explorados en cuanto a sus posibilidades técnicas, me sigue asombrando. La mente creativa humana en el campo de las artes es un pozo sin fondo; de eso no tengo la menor duda. Mas allá de obras artísticas o piezas que me entusiasman y que puedo hallarlas fácilmente, por al menos con frecuencia diaria, aquello novedoso que marca un antes y un después en mi búsqueda particular (sea una obra artística, musical o una lectura) son menos frecuentes, obviamente, pero se siguen manifestando y sigo experimentándolas y con cierta frecuencia. Celebro como una bendición que esta capacidad de sorpresa esté todavía intacta, y que dure, aunque, este asombro se produzca “viajando” al pasado, y en menos ocasiones de las que yo quisiera “buscando” entre la creación contemporánea. Me impresiona el misterio de aquella necesidad del ser humano de producir belleza en un pasado sumido en la escasez más elemental y permanentes incomodidades sino extremas dificultades en el día a día y al eximio nivel al que se llegó.

Y lo fascinante es que no sólo el gran arte de los mejores museos es capaz de asombrarnos, ni mucho menos. Aquello más humilde y escondido que quepa imaginar es capaz de despertarnos la admiración y la sorpresa. Los coleccionistas, sean de postales antiguas de València, de “rajoles” de Manises o de carísimas obras de arte, buscan, y encuentran, en el fondo, algo muy parecido: el hallazgo de la novedad, lo desconocido, que por la razón que sea nos fascina, y que en definitiva es una suerte de reencuentro con nosotros mismos, cada vez que esto sucede. Solemos comentar en un pequeño círculo de aficionados que una de las cosas más fascinantes de coleccionar cerámica antigua, en nuestro caso valenciana, es que cuando uno cree haberlo visto todo, tras el paso de los años y miles de quilómetros recorridos, la tozuda realidad se empeña en quitarnos la razón. Como anécdota hace menos de un mes me “soplaron” que un anticuario de Madrid que conozco había adquirido para su colección particular un plato de Manises del siglo XIX, de los llamados en la jerga “de colección”, que representaba algo hasta el momento completamente desconocido en la temática de esta clase de piezas tan buscadas y estudiadas. Cuando fui recientemente a visitarle le pedí que me enseñara el tesoro. El plato manisero, de mediados del siglo XIX, representaba con un dibujo pre-picassiano de gran soltura, pero del todo punto naif, una corrida de toros en el coso de la calle Játiva en Valencia con un graderío repleto “hasta la bandera” de esquemáticas cabezas. En el propio plato, lo que es más raro todavía se describía el hecho de la corrida “en Balencia” (sic) y el precio de las entradas (tres pesetas a la sombra). Alguien debió encargar, como recuerdo de aquella tarde, una pieza que a buen seguro debe ser única en la producción valenciana.  

Pero la belleza y lo inhabitual de ésta, si lo comparamos con la buena dosis de sordidez del mundo que nos rodea, produce apego y adicción. Es lógico, ¿no?. Nadie quiere abandonar aquello que le remite a lo bueno de la existencia. Qué difícil resulta desprenderse, cuando se vive de ello, de algo que nos golpeó cuando lo descubrimos y adquirimos. Quienes además de dedicarse a esta profesión tienen el veneno inoculado bien conocen esa sensación de despedirse para siempre de algo a lo que tenían un especial aprecio. Sin embargo, afortunadamente, como me dijo un compañero hace ya bastantes años, despedirse de algo que te gusta mucho es difícil, pero, asombrosamente, pronto aparece ante nosotros algo que ocupa su lugar, porque, quien es capaz de apreciarlo (pienso que lo somos todos), afortunadamente, vuelve a reencontrarse y hallarse en un flechazo súbito, similar al que vivió aquel día. Así que, como reza el dicho, “un clavo quita otro clavo”. Algo completamente cierto.

La inmensidad de la web es un depósito de sorpresas que saltan puntualmente por obra y gracia de otros usuarios que coinciden con uno en gustos y afición. Hay buena gente que, por la razón que sea, le dedica un pedazo de su tiempo a buscar joyas artísticas poco conocidas, por colecciones y museos, para compartirlas con todos. Hace un par de días agradecí, y mucho, una publicación por un internauta de la imagen un cuadro de Goya que había “descubierto” por primera vez-yo también. El generoso “amigo” de facebook hacía referencia en su breve texto a este hecho que estamos tratando hoy venía a significar la sensación “física” que le provocaba “descubrir” por primera vez algo ignoto y tan excelso. 

La paradoja de todo esto es que es precisamente conocer más es lo que abre nuevos mundos que se tenían por inexistentes. Es cuando uno conoce los maestros más mediáticos de una determinada época, cuando se abren las puertas de par en par a otros grandes artistas que viven a la sombra de los primeros con obras asombrosas por su modernidad, rareza, belleza…. En el terreno musical sucede otro tanto. Algo que recuerda a los árboles genealógicos en los que las ramas que parten del tronco se van abriendo en otras más pequeñas.

Debo confesar, no obstante, que encuentro más dificultad para asombrarme con el arte más contemporáneo. Por supuesto que admiro muchos nombres, pero hay que llevar a cabo una ardua labor de selección, al menos en mi caso. Claro que todavía tenemos entre nosotros nombres fundamentales: Hockney, Kiefer… todavía están ahí, aunque se traten ya de “clásicos”. No quiero acabar sin mencionar uno de esos artistas que me llenan de esperanza a seguir asombrándome. El escocés Peter Doig y su ilimitada capacidad de crear obras que, aparentemente, nada tienen que ver unas con otras pero que extrañamente tienen un onírico y misterioso lenguaje común que las hermana. Un artista que sigue la senda de la gran tradición pictórica del siglo XX y mantiene el pabellón bien alto. Cuando uno piensa, con cierto pesimismo, que ya está todo dicho, Doig es de esos genios que se empeñan en quitarnos la razón. Alabado sea.