VALÈNCIA. No hace demasiado se impuso un estilo decorativo de corte minimalista que, ante todo, evitaba, intencionadamente o no, las imperfecciones de la naturaleza y del trabajo artesanal. Se ocultaban las vigas antiguas con falsos techos y las paredes de ladrillo visto y piedra, con yeserías perfectamente ejecutadas “con efecto espejo”: se imponía una perfección formal en los hogares y los lugares de trabajo, imponiéndose una ejecución un tanto alejada de lo humano. La creación sí podía percibirse en lo intelectual que tiene el diseño de las piezas y el mobiliario, pero en ningún caso en una ejecución individualizada (que no existía, salvo raras excepciones), de cada uno de los muebles y objetos. Un estilo convertido en forma de vida, reñido con la irregularidad, con la idea e impronta del paso del tiempo, porque el tiempo precisamente estaba excluido al estar supeditada esta forma de vestir los interiores al presente y sobretodo al futuro. Precisamente en este tipo de “entorno” conformado por mobiliario y piezas decorativas contemporáneas de líneas rectas, colores claros, superficies pulidas y lacadas, y materiales, salvo en piezas determinadas, no precisamente nobles (contrachapados, melaminas…) el uso y el paso del tiempo no podía jugar a favor sino que este lo único que podía producir es deterioro. Hasta hace unos años se ha venido imponiendo una decoración que realmente no se ve, un tanto invisible y uniforme. Un interiorismo que no queda en la memoria y que en la historia del diseño pasará sin pena ni gloria en cuanto a los conjuntos, porque la practicidad se impone por encima de la personalidad estética que a penas hace acto de presencia, salvo determinados diseños que sí pervivirán. Evidentemente, como en todo, siempre ha habido excepciones.
Una decoración ausente, que iguala unos espacios y otros por falta de personalidad. Un interiorismo- muchos señalan a IKEA como chivo expiatorio- propio de unos tiempos en que la mirada sorprendida e hipnotizada se dirigía, más que a lo que nos rodea, a las pantallas pixeladas de los teléfonos, ordenadores y pantallas de plasma y poco en lo corpóreo puesto que tampoco era intención incorporarlo permaneciendo la mayor parte de las paredes como el primer día: vacías. Una situación natural en un ser humano abducido por la tecnología. Sin embargo este estado de cosas no podía prolongarse por mucho tiempo, a riesgo a una deshumanización de nuestro día a día. El cambio estético, con el paso de los años, tenía que llegar con una vuelta a los orígenes: aunque parezca una perogrullada, somos seres físicos de hechuras imperfectas y limitadas, el mundo de lo virtual, de la falsa perfección, es una herramienta formidable pero no un fin en sí mismo ajeno a la naturaleza del hombre. Incorporarlo a nuestro ADN es pretender convertirnos en lo que no somos.
La palabra de moda (aquí llega un poco tarde, lo cual no es novedad), que describe un tipo de estética basada en "la belleza de la imperfección" en forma de elementos de aspecto natural o rústico que aparecen en los objetos cotidianos o en algunos elementos arquitectónicos es wabi-sabi. Una forma de ser y estar que combina cierta idea de minimalismo con la calidez de objetos que nos remiten a la artesanía, a lo antiguo y a la naturaleza. Una suerte de belleza en lo auténtico, lo imperfecto e incluso lo incompleto, a través de la la asimetría, la aspereza incluso la sencillez por medio de lo esencial, lo cual nos remite a los ideales clásicos griegos de belleza y perfección que nos conduce a lo espiritual
Mientras que la palabra o concepto wabi invoca lo rústico en su más amplio sentido (lo fabricado por la mano del hombre pero lo acerca a la naturaleza con las imperfecciones propias del proceso de fabricación que dotan de elegancia y hacen único el objeto (los nudos y las vetas de la madera o del mármol, el desprendimiento pictórico por El Paso del tiempo…), Sabi nos habla de la belleza o serenidad que que surge con El Paso del tiempo sobre la pieza y haciendo acto de presencia las pátinas, los desgastes y si se ha producido algún daño, la no ocultación de los arreglos y restauraciones en la pieza que además le dan una dignidad y transmiten un aprecio y preocupación por su supervivencia a través de los siglos.
La imperfección viene dada por las formas de trabajo y por el carácter limitado sino único de cada pieza tanto en cuanto a su diseño como a las técnicas empleadas. Desde un punto de vista del diseño o ingeniería, wabi se interpretaría como la cualidad imperfecta de cualquier objeto, debida a inevitables limitaciones en el diseño y construcción. El wabi-sabi es a la par un concepto sofisticado pero por su despojo y sencillez. Si lo relacionamos con las antiguedades ¿puede haber algo más transcendente y despojado que darle continuidad a algo que se ejecutó hace dos siglos, que igual nos llega en forma de ruina, en lugar de perseguir siempre la novedad?. Aunque parezca una paradoja rodearse de objetos puede ser también un acto de liberación del mundo material inmediato, a través de la trascendencia y una apuesta por una vida más sencilla.
A estas alturas muchos conocemos en qué consiste la técnica del kintsugi japonés. Para quienes no la conozcan les contaré que consiste en la puesta en práctica de un concepto casi filosófico que dignifica las cicatrices del tiempo o provocadas por un daño. En lugar de desprendernos del objeto, de la pieza que en este caso se trata de objetos de cerámica o porcelana, los reparamos y para darle toda la más alta dignidad posible, en lugar de ocultar la cicatriz, la rotura, se resalta, se “luce” decorativamente a través de un hilo de oro que recorre esta fractura.
A veces pensamos que estas ideas únicamente se hallan en la mentalidad oriental y no es completamente cierto. No hay que irse muy lejos para encontrar nuestra especie de kintsugi local en las lañas que se ponían en las piezas de cerámica antigua sobretodo levantina. El procedimiento de lañado o “grapado” de un plato de cerámica que se ha fracturado, como resulta fácil de imaginar, es un trabajo delicado pues cosiste en literalmente “coser” la pieza con grapas metálicas con el fin de devolverla a su estado o forma primigenia en lugar de desprenderse de ella. Las lañas son imposibles de disimular pero muestran, como herida de guerra, el aprecio que se le ha tenido a dicho objeto de loza por su decoración, es decir, por el arte y la época que encierra el objeto que se dignifica, puesto que la loza carece a penas de valor en sí misma.
El anticuario e interiorista belga Axel Veervordt (1947), es uno de los diseñadores de interior más influyentes del momento. Comenzó siendo anticuario, cosa que no ha dejado de serlo, ya que todavía expone su exquisita “mercancía” en las mejores ferias de antiguedades del mundo como TEFAF-Maastricht. Es a finales de los años 90 cuando empieza a trabajar en el diseño de interiores. Veervordt quiere romper con el minimalismo frío y “tecnológico” y no renuncia a introducir en sus espacios tanto el arte contemporáneo como las piezas antiguas en un ambiente de una paleta de colores reducida y apagada que invita a la relajación. En sus trabajos, nunca cargados, incluso minimales, hay una profusión de elementos naturales como la piedra, el barro o la madera. La intemporalidad preside los ambientes creados por el diseñador europeo y podemos afirmar, en definitiva, que Veervordt representa en sus proyectos la filosofía que envuelve al Wabi Sabi pasados por el tamiz occidental.
Si bien la tendencia marcarada por el Wabi Sabi es de origen japonés, como sucede en estos casos, su llegada a occidente ha producido una declinación de corte europea. Así, no es casual que la traducción estética de este modo de ver el mundo coincida con un resurgimiento del mueble decapé que precisamente deja entrever la madera natural subyacente, por medio de un procedimiento destinado precisamente a poner en relieve imperfecciones, irregularidad cromática, mezcla de pinturas etc. Un decapé bien ejecutado, justamente, deja entrever la pátina que deja el paso del tiempo, el trabajo artesanal, la autenticidad de la pieza y la individualidad.