VALÈNCIA. Marvel continúa expandiendo su universo a través de cada uno de los personajes que lo configuran para seguir tendiendo puentes entre ellos. Con Viuda negra inician su cuarta fase, que también incluirá títulos como Shang-Chi y la leyenda de los diez anillos (de Destin Cretton), Eternals (Chloé Zhao), Spider-Man: Lejos de casa (de John Watts) o Doctor Strange in the Multiverse of Madness (de Sam Raimi).
El personaje creado por Stan Lee encarnado por Scarlett Johansson apareció por primera vez en Iron Man 2 (2010) y ha sido uno de los rostros recurrentes a lo largo de toda la franquicia hasta desembocar en Vengadores: Endgame (2019). Ahora le toca el turno de protagonizar su propia película y supuestamente Viuda negra tendría que estar concebida para eso, para contar la historia de sus orígenes, pero también para acercarnos de manera supuestamente menos superficial a Natasha Romanoff y a los sentimientos que se esconden detrás de su hermetismo como superheroína.
Por una parte, la película parece confeccionada para resarcir a Scarlett Johannsson tras más de diez años dando vida a un personaje que no siempre ha estado a la altura de las circunstancias y, de paso, y no menos importante, para intentar desesperadamente potenciar el elemento femenino dentro de una cosmogonía tan profundamente testosterónica como la de Marvel.
En todos sus propósitos Viuda negra se queda un poco a medias, poniendo de manifiesto que se trata de una propuesta forzada, artificiosa y con muy poco que aportar, a parte de servir como presentación del personaje de Yelena Belova (una estupenda Florence Pugh) a la hora de recoger el testigo de su predecesora.
La trama es casi lo de menos. Espionaje entre Rusia y Estados Unidos (sí, otra vez), con un malo malísimo ruso (claro), Dreykov (Ray Winstone), responsable de poner en marcha de programa ‘Operaciones Viuda Negra’ encargado de lavar el cerebro a un ejército de niñas huérfanas para convertirlas cuando sean adultas en armas de matar.
A través de un flashback conoceremos la relación en el pasado entre Natasha y Yelena cuando se criaron como hermanas junto a dos falsos progenitores, Melina (Rachel Weisz) y Alexei (David Harbour), encargados de formar una ficticia familia en Norteamérica para conseguir información estratégica del Gobierno.
El concepto de identidad se convertirá en uno de los pilares de la narración a la hora de establecer los vínculos entre los cuatro integrantes de esa familia postiza (y muy disfuncional) que termina luchando unida para conseguir escapar de la tiranía y la represión del régimen del terror impuesto por Dreykov. Resultan especialmente llamativas las connotaciones ‘weinsteinianas’ que rodean a este personaje, que desde una sala de control se encarga de eliminar la voluntad de las mujeres que caen en sus manos para someterlas a sus designios y transformarlas en meros títeres a su disposición.
Son estos los momentos en los que mejor parece manejarse la directora Cate Shortland, responsable de estupendos dramas intimistas como Somersault o Lore y que en esta gigantesca macroproducción no se termina de encontrar. Por una parte, maneja bien las escenas más cotidianas y dialogadas (tanto las más incómodas y tensas como las más divertidas), pero por otra, la acción se convierte en una apisonadora bastante tosca que resulta de lo más rutinaria y muy poco estimulante.
No deja de resultar paradójico que una película supuestamente concebida para un personaje, el de Natasha Romanoff, precisamente sea el que menos protagonismo (o entidad) adquiera, en beneficio de una arrolladora Florence Pugh y del encantador tándem que forman Rachel Weisz y David Harbour.
Se estrena la nueva película del dúo formado por Aitor Arregi y Jon Garaño, un arrollador retrato colectivo de España inspirado en la historia real del sindicalista Enric Marco, protagonizado por un inmenso Eduard Fernández