VALÈNCIA. No me negarán que el hecho de coleccionar es algo ciertamente misterioso y su casuística interminable. Yo, como diminuto coleccionista porque no puedo permitirme más, debo decir y reconocer que es una suerte de locura, aparentemente nada práctica, aunque esto último es algo de lo que no estoy nada seguro, porque ¿puede haber algo más práctico y útil que rodearse que aquello que consigue hacerte feliz?. Al coleccionar uno está inmerso en una especie de estado de enajenación que va de lo leve a lo más grave. Cierto es que se trata de una locura que no es peligrosa, es más, puede convertirse, incluso, en la salvación de muchas vidas, aunque haya conocido coleccionistas que se han visto en la obligación de comprometer la calidad de vida de la que disfrutaban, con tal de mantener o incluso seguir incrementando la colección. “Dejé de salir a cenar para poder mantener mis adquisiciones” he llegado a escuchar a un comprador de pintura española del siglo XVII.
Hablo de locura en términos literarios, nunca de patología médicamente demostrada. Ahí no entro. Así que no se les ocurra pedir cita en el psiquiatra si se inician el coleccionismo incluso compulsivo, porque lejos de padecer, es muy posible que esto les haga más felices de lo que eran antes, siempre y cuando esta afición no les lleve a desatender sus obligaciones que reclaman la diligencia “de un buen padre de familia” como dice el Código Civil.
En cuanto al género, desde luego que han existido mujeres coleccionistas como Catalina II de Rusia o Peggy Guggenheim como casos más célebres, pero hay que ser claros y no andar con demasiados circunloquios: el coleccionismo histórico se ha desarrollado, lamentablemente, en el seno de una sociedad dominada económicamente por los hombres. La independencia de la mujer, en este sentido y en otros tantos, era muy limitada en aquellos tiempos lo que no le ha permitido desarrollar el coleccionismo de igual forma.
Conozco un buen puñado de personas que su coleccionismo llega hasta que su racionalidad impuesta por las posibilidades económicas se lo permite, pero no duden que si su capacidad de adquisición fuese otra, no quiero ni imaginar en la espiral de compulsión compradores en la que serían capaces de entrar. Aunque muchos sean hombres sensatos en el modo de dirigir sus vidas (relaciones, familia, profesión…), no todo es sensatez en este mundo de la pasión por acaparar objetos. Cuenta Maurice Rheims en uno de sus libros que en París se conocía a un coleccionista que además era cleptómano de libros antiguos. Al parecer, aunque se lo podía permitir de forma
sobrada, sentía la extraña necesidad de apropiarse, de vez en cuando, de ejemplares de forma poco civilizada, es decir, hurtarlos. Los libreros lo dieron por imposible, porque además era buen cliente, y lo que hacían eran mandarle directamente la factura de los ejemplares sustraídos a su domicilio, sin más observaciones. A los pocos días una persona de su servicio acudía a sus establecimientos con un sobre y la suma por la totalidad de lo robado. Así sucesivamente una y otra vez. Por lo jocoso del asunto me cuesta no mencionar el caso de un ciudadano francés que en la consulta del psiquiatra al que acudió obligado por su familia, revelo con no poca dosis de orgullo que su mayor afición era coleccionar croissants de, a ser posible, todos los pasteleros de Francia, que conservaba en varias salas acondicionadas para ello, con las debidas medidas de refrigeración.
Tendremos más ocasiones de hablar de los coleccionistas y sus “hazañas” porque realmente hay pocas lecturas más deliciosas porque de los artistas y más de los genios siempre nos separa un mundo pero ¿quién no ha aspirado en su vida a ser coleccionista de lo que sea?. En términos generales, como gran primera clasificación psicológica habría que discernir entre dos tipos: aquel que sería el “coleccionista vitrina”, es decir, ese para el que es irresistible contar a los cuatro vientos, durante el tiempo que sea preciso, sus aventuras en toda clase de rastros (cuanto más inaccesibles mejor), anticuarios y subastas de arte. Revelar los precios pagados por los objetos más curiosos, y cómo “engañó” al anticuario, que se supone experto, comprando un objeto mucho más barato de lo que realmente se cotiza. A pesar de revelar todo detalle de cada una de sus operaciones de búsqueda y adquisición, sin embargo (y aquí viene otra subdivisión) hay quienes nos dejan con la miel en los labios, y no permiten acceder más allá del ascensor de la finca, y, por el contrario, otros que acceden a mostrar rincón por rincón por rincón la colección dedicando a ello todo el tiempo que sea necesario (nunca se cansan cuanto tienen que mostrar sus tesoros).
Sin embargo, y volviendo a la primigenia división, existe otra suerte de coleccionista cuyo proceso de adquisición, precio abonado y demás avatares que rodean a sus piezas permanecen en la más absoluta de las oscuridades. No tienen porqué ser personas especialmente difíciles en cuanto al trato y a la personalidad, pero su colección y las vicisitudes que la han rodeado permanecen tras un tupido velo, compartida únicamente con su entorno más próximo.
En este sentido es célebre el gran coleccionista Calouste Gulbenkian (1869-1955), que reunió una de las más fabulosas colecciones de su tiempo. Un sensacional conjunto de obras de arte de todas las épocas que hoy se puede admirar en Lisboa, cuando su artífice, curiosamente, no permitió el acceso más allá del felpudo de su lujosa vivienda parisina. Al parecer los objetos estaban maravillosamente dispuestos, pero sólo recibían la visita de dos lacayos que se encargaban de recibirlos, y del guarda nocturno. Incluso en el año 1940, al final de su vida, Gulbenkian deja su villa de París y se marcha voluntariamente a la capital lisboeta, abandona en la capital francesa su extraordinaria colección. Lo más asombroso de la historia es que desde la ciudad portuguesa sigue adquiriendo piezas y obras de arte que manda a su casa parisina mientras pasa sus últimos años de existencia en la habitación de un hotel con vistas al océano Atlántico sin disfrutar de sus adquisiciones de forma personal.
Esta enfermedad, hay coleccionistas que sin pudor la reconocen, delatándose ante los demás, incluso ante personas que si siquiera conocen demasiado. Nuestro protagonista de hoy, en ocasiones se enreda en galimatías apasionados “ayer estuve en una casa en la que me enseñaron un mueble que me fascinó. Quise saber su precio pero me dijeron que precisamente ese no estaba a la venta, me dijo la dueña. Desde hace dos días que no hago más que pensar en “mi” mueble y lo necesito como sea”. Un consejo: no se compadezcan de él aunque lo vean sufrir porque ¿Quién va a cuestionar a aquel que vive la vida con pasión?