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ciudades invisibles

Tristeza de Trieste o viajar a una ciudad que no existe

18/10/2016 - 

VALENCIA. No ha sido sencillo que Trieste sea entendida, finalmente, como una ciudad italiana. Casi parece un accidente que se haya colado dentro de la famosa bota italiana perfectamente detectable en cualquier mapa europeo. Trieste podría definirse como un capricho, como un antojo de la geografía. A caballo entre Eslovenia y Croacia, con influencias germanas, pasado austrohúngaro y aplastada por el monte Carso, Trieste no existió hasta que sus escritores la escribieron. Si los escritores son aquellos que han construido esta ciudad eminentemente literaria, no hay mejor modo que conocerla que a través de los libros que han descrito.

Josep Pla: un catalán de Italia

Trieste es un cruce de caminos. Los de todas las culturas (germana, eslovena, croata, griega o judía) que han encontrado acomodo en esta pequeña región de poco más de 200.000 habitantes. Cierto clima ilusorio, casi como de escenario de ficción, se respira en Trieste. A nadie que domine mínimamente el idioma español se le escapa la homofonía entre Trieste y “triste”. Una rima semántica que coincide con la estética de la ciudad: apagada, melancólica y nostálgica. 

Uno de los mejores viajeros, es decir, de los mejores escritores de nuestro país, Josep Pla, apuntó en su imprescindible Cartas de Italia la que es, probablemente, la fotografía más certera y oscura de esta extraña urbe:

Trieste es la urbanización más aparatosa que el mundo germánico ha construido siguiendo un orden italiano. Es un orden italiano enfriado; incluso el triestino es un hombre sensiblemente enfriado.

Trieste se revela entonces como un trampantojo urbano: su envoltura es austríaca, pero su interior absolutamente italiano.  Esta apreciación de Pla encaja con lo que uno percibe cuando visita cafés tan conocidos como el de la Via San Nicoló, probablemente el que mejor ha registrado ese carácter triestino repleto de melancolía. Allí, poetas y literatos encontraban acomodo a sus lecturas y debates. 

Pero, ¿cómo no va a ser extraña una ciudad que ni siquiera es posible definirla como tal?: “Ni siquiera se trata de una ciudad. Uno tiene la impresión de no estar en ningún sitio. He experimentado la sensación de estar suspendido en la irrealidad”, escribió el dramaturgo austríaco Hermann Bahr.

Una de las conquistas más hermosas que se pueden presenciar en esta no-ciudad es el rastro de una constante búsqueda de identidad. Y resulta especialmente curioso, tal y como proponía en el ensayo Trieste (Editorial Pre-Textos) uno de los oriundos más universales -Claudio Magris-, que esta ciudad habitada por un buen número de burgueses italianos esté de algún modo forzada a recibir a ciudadanos de grupos étnicos y culturales tan diversos como alemanes, eslovenos, croatas, griegos y judíos. 

 

La ciudad de los escritores malditos

En esta ciudad sin apenas pasado, es la literatura la que lo ha ido construyendo. En concreto la de toda una generación maldita formada por autores y artistas como Italo Svevo, Umberto Saba, Scipio Slataper, Carlo Stuparich, Carlo Michelstaedter o Enrico Mreule. A estos últimos le dedica Magris el hermoso libro Otro mar

Al calor de esta alta temperatura literaria, con la intención de seguir las huellas de estos escritores o simplemente por pura casualidad, otros grandes nombres de la literatura universal creyeron ver en Trieste eso que Magris define como “una ciudad de papel: cubierta de literatura”: si Giacomo Casanova esperó el perdón de Venecia para volver en 1774, Stendhal vivió como cónsul de Francia en Trieste durante apenas tres meses en 1830. Unas décadas más tarde, en 1904 llegó el escritor irlandés James Joyce para convertirse en profesor de inglés. Sólo 8 años más tarde, una mañana de 1912, Rainer Maria Rilke comenzó a escribir en el Castillo de Duino -a apenas 45 minutos de la ciudad cogiendo la línea 44 del autobús  (San Giovanni del Timavo - Piazza Oberdan)- sus famosos Elegías de Duino. A comienzos del S.XX ,Trieste ya era el mayor puerto del Adriático, en detrimento de una Venecia vetusta. Con inusitada y admirada paz convivían los católicos, los ortodoxos griegos y los judíos. 

Los must de Trieste

Trieste es una ciudad de bolsillo en la que el paseo es costumbre obligatoria. Cuestas, callejuelas y adoquines van emergiendo por doquier proponiendo un tour improvisado y feliz. Lejos de constituirse como un patio trasero o un recoveco de Europa, Trieste tiene una de las fachadas más hermosas posibles: la Piazza dell'Unità, hincada en los pies de la colina de San Giusto, entre el Borgo Teresiano y el Borgo Giuseppino, está enmarcada por palacios grandiosos como el Palazzo Stratti donde actualmente se encuentra el Caffè degli Specchi (Café de los Espejos), uno de los históricos de Trieste. 

Son muchos los enclaves que conviene visitar en una rápida escapada a Trieste. Más allá de seguir las huellas literarias de todos los escritores vinculados a esta ciudad, es interesante acudir, por ejemplo, al Templo serbo-ortodoxo de la Santísima Trinidad y San Spiridione, quizás una de las construcciones más bellas y simbólicas de una ciudad multicultural y de religiones diversas. El Castillo de Miramare se abre como otra gran ventana de conocimiento triestino, con su barniz de cuento de hadas y que ahora se revela como enclave de establecimientos balnearios donde los bañistas deciden disfrutar de este tramo de la playa, hasta la Reserva Natural Marina de Miramare, donde es posible atisbar casi cualquier tipo de ave. En verano, por último, es recomendable dejarse llevar hasta el Teatro Romano del siglo II donde se celebran múltiples espectáculos teatrales. 

 

Crisol gastronómico

Un último paseo por el Gran Canal de Trieste abre el apetito de cualquiera. Si esta ciudad es un auténtico crisol de culturas, ¿qué decir de su gastronomía? En Trieste es posible comerse el mejor gulash (guiso carne de caballo, cebollas, pimiento y pimentón) y knodel (bolas de patata) de la cocina austrohúngara, pero también la conocida como Sopa Jota (con repollo, beicon, y costillas) y el musèt e brovada (elaborado con salchicha y nabo cocido en vinagre) propios de la gastronomía Eslovenia. Por último, la influencia de la la cocina friulana está presente con productos clásicos como el prosciutto di San Daniele Fruili, un jamón elaborado en la región de un sabor dulce. 

Para acabar, la repostería triestina ofrece dulces de origen austríaco tan apetecibles como los krapfen (dulces esponjosos rellenos de mermelada, chocolate o crema) o los chiffelettis (un postre italiano hecho con harina, huevos y patatas fritos en aceite). Un menú que hubiera hecho las delicias del sibarita Josep Pla que dedica este enérgico párrafo final a Trieste es sus Cartas de Italia:

¡Tristeza de Trieste, poblada de contables neutros, entre casas de granito monumentales y provincianas, las montañas peladas de Istria y el verde miope del Adriático!

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