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memorias de anticuario

Todo pasará y siempre nos quedará la belleza

29/03/2020 - 

VALÈNCIA. Suena ahí fuera, como si estos momentos históricos no fueran con ella, la imponente campana Micalet, fundida por primera vez en 1418. Instantes antes lo ha hecho la que marca los cuatro cuartos, más pequeña y de mediados del siglo XVIII. Estos días el sonido de su bronce resuena más que nunca y se proyecta sin obstáculos por todo el centro histórico, no sólo porque la Micalet fuera la mayor campana de la Corona de Aragón, sino porque estos días de finales de marzo las calles se han quedado mudas. Las plazas y callejuelas que son mi espacio vital diario, antes de que esto comenzara, han quedado silenciadas cuando precisamente son estas fechas, con la llegada de la primavera, cuando comienzan a llenarse de vida. Por contra el sonido de la lluvia contra el asfalto y el viento que se cuela por los rincones del barrio se hacen más presentes. La ciudad intramuros vive una triste paradoja pues muestra su lado más bello al lucir sus monumentos como en pocas ocasiones los hemos visto, en una soledad que  hemos deseado infructuosamente cuando intentando una fotografía de esa iglesia o esa calle, es imposible por la barrera visual que imponen las masas de turistas o los vehículos. Hoy no hay quien distorsione la instantánea pero, a su vez, es imposible desprenderse de la tristeza que su soledad nos transmite. Son días de gran incertidumbre y de preguntas sin, todavía, respuestas; días de la marmota teñidos de irrealidad, en los que transitamos por un carrusel de emociones que en sus mejores momentos, al menos, nos invitan a imaginar esperanzados que todo lo que está sucediendo, como una película desasosegante, tiene que servirnos, como crisis, para una renovación y cambio de un modelo económico, social, que parecía llegar a su agotamiento.

Las paredes de casa se han convertido en el horizonte diario, cotidiano. Es curioso pero nunca habíamos convivido tantas horas, días seguidos con nuestra propia casa, hasta sentirnos de alguna forma extraños, precisamente rodeados de lo nuestro. A lo sumo emprendemos salidas al balcón desde el que, en mi caso, puedo divisar el gótico capanille de la ciudad o al pequeño terrado de la finca desde el que cambiar la perspectiva visual, pues son varias las torres que emergen de entre las cornisas próximas: San Bartolomé o la torre sin iglesia de la calle Serranos, San Lorenzo y su particular veleta, las torres de Serranos con la Señera ondeando y las del Palau de la Generalitat también coronadas por las banderas de rigor. A duras penas sobresale algún miramar con cupulilla a cuatro aguas cubierto de tejas azules, tan propias de nuestra tierra, cuya existencia es imposible intuir desde la calle. Es la València de las alturas: un caos ordenado que nos permite contar el relato de la ciudad de forma tan precisa como a pie de calle.

Plaza Redonda, marzo de 2020.

Hace no demasiado tiempo que un cliente me confesaba con cierto rubor que  los objetos que había atesorado a lo largo de su vida le hacían compañía: me hablaba de sus grabados, cuadros, muebles y piezas que han ido conformando su espacio vital. Quiero pensar que estos días son más llevaderos para él a través de la belleza de la que se ha ido rodeando, y quiero pensar que mucha gente sola o acompañada se siente reconfortada en un entorno que con esfuerzo y pasión han ido creando a su imagen y semejanza. Me viene a la mente el excelente libro de Alain de Botton y John Armstrong “El arte como terapia”. El texto habla de las funciones que el arte del que nos rodeamos puede cumplir en nuestra vidas: hacernos recordar momentos vividos, experiencias que tienen que ver directamente con la obra, o lo que esta nos evoca, el arte que nos transmite una belleza que nos da la esperanza de vivirla, la función de provocar el autoconocimiento a través de lo representado, del crecimiento personal por lo que el arte nos enseña sobre el mundo que contiene, su iconografía, de la apreciación .

El arte del que nos rodeamos en nuestras casas o lugares de trabajo, desde una fotografía, una ilustración, una tira cómica hasta un gran óleo antiguo o moderno, una escultura o cualquier pieza de artes decorativas expande poderosa y mágicamente nuestro espacio mental y proyecta nuestra mirada más allá de los límites físicos, estos días especialmente condicionados por unos metros cuadrados que nos parecen menos que nunca.

Por cuestiones obvias suelo relacionarme visualmente con el arte que me rodea habitualmente ya sea por razones profesionales como por la atracción que ejerce sobre mi. Es inevitable que estos días uno estreche todavía más la relación. El deambular por el lugar de confinamiento me descubre el detalle de un paisaje en el que no me había percatado, las formas de unas nubes, o reclama mi atención un objeto que tenía “abandonado” visualmente.

Cuando la emergencia sanitaria pase tocará recomponer y suturar el tejido productivo en un sector que de la noche a la mañana ha parado. Artistas, galerías, anticuarios, restauradores…. Tranquilos, el arte va a seguir acompañándonos en nuestras vidas pero si cambiará la percepción que tengamos de éste es algo en lo que pienso. Quizás estos tiempos de zozobra requieran la búsqueda de la belleza frente a un arte introspectivo, doloroso, crudo, sin concesiones estéticas. Ya era algo que empezaba a vislumbrarse en unos tiempos dominados por el ego. Apuesto por el regreso de géneros, que estaban algo aparcados por una modernidad obsesionada por contarnos lo que hay en la cabeza del artista más que cómo ve el artista el mundo que le rodea. Reivindico el paisaje para ampliar nuestro horizonte, el paisaje como medicina para nuestro espíritu, como refugio. Un arte más espiritual ¿religioso?, un arte más estético si se me permite.

Una recomendación para acabar

Estos días he liquidado en dos o tres sentadas una serie extraordinaria. Se trata de la secuela de otra no menos asombrosa. La primera era The young pope, proyectada hace un par de años, y la nueva entrega The new pope. Más allá de por las cualidades artísticas (puramente cinematográficas) que son desbordantes y que vienen firmadas por ese genio absoluto que es Paolo Sorrentino (La gran belleza), les traigo aquí para cerrar en modo positivo, una ferviente recomendación para estos días. Sorrentino posee una capacidad fabulosa, única diría yo, de trasladarnos a la inaudita belleza de los interiores, en este caso del Vaticano, a sus estancias privadas, capillas, logias, y así como a las casas, jardines, arquitecturas de Roma. Belleza desbordante que nos ayuda y nos eleva y que por tanto necesitamos recuperar.

The New Pope 

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