VALÈNCIA. Si tienes una serie muy exitosa se entiende que no quieras acabar con ella. Hay que explotar el producto al máximo, es una ley sagrada del capitalismo. El problema es a qué llamamos éxito. Si eres quien ha puesto el dinero para hacerla, la cosa está clara, el éxito es que retornen más ingresos que gastos porque millones de personas la ven. Instalados en esa lógica, que por el camino la serie haya perdido su ingenio, ya no posea las bondades que la convirtieron en un fenómeno, se haya convertido en un producto sin personalidad propia y solo dé vueltas sobre sí misma, no importa. Sigue dando beneficios, ergo sigue siendo una buena serie.
Les pasa a muchas. Le pasó a Expediente X, a House, a Dexter, al Twin Peaks de los noventa, y eso que era una serie de autor, a The walking dead o a Cómo conocí a vuestra madre, por citar solo algunas. Esperemos que no le pase a El cuento de la criada y a Westworld (aunque sus segundas temporadas…) y que no le suceda a Big little lies, que un poco de miedo da lo que pueda pasar con ello. Son tres casos clarísimos de series estiradas debido a su gran repercusión.
Y es una lástima. Porque si no eres quien pone el dinero, sino quien la disfruta en su casa, lo lamentas. Te encuentras viendo una serie que ya no es esa que amabas, sino un sucedáneo, donde buscas infatigable destellos de aquello que te enganchó, hasta que un día dices: ya está bien, se acabó. Lo que te daba placer ahora te da pena, cuando no provoca el enfado. Así que con gran dolor de corazón, adiós.
Por eso, la noticia de que los productores han decidido acabar con The Big Bang Theory es buena. Creo que todos pensamos al unísono: “Ya era hora”. Porque la decadencia de la serie ha resultado más bien penosa. Son doce temporadas, once años de emisión. Comprendemos que es difícil mantener el tipo tanto tiempo. Y más si manejas personajes tan al límite, esos frikis inmaduros tan peculiares. Pero llegó un momento en que, por mucho que amáramos a Sheldon, la caricatura burda se impuso de forma brutal sobre el personaje. En donde antes despertaba hilaridad o ternura, ahora surgía patetismo y frustración.
Naturalmente los personajes de una serie deben evolucionar. No van a estar doce temporadas en el mismo lugar. Eso solo lo pueden hacer Los Simpson, Padre de familia o South Park, esas series donde nadie crece o envejece porque son dibujos animados. Pueden ser planos y estereotipados. Pueden pasarles mil cosas y ser los mismos. Pueden morir en un episodio y volver al siguiente. Aceptamos esa lógica o falta de ella, porque forma parte del contrato que hacemos con esas ficciones; son amarillos o bolas de colores o los perros hablan. No pasa nada, esas son sus reglas y nos encantan.
Además, en el momento actual de las series, la exigencia por parte de los espectadores es alta. Vemos muchas y muy diferentes y sabemos mucho. Somos espectadores sabios. Y podemos elegir en un amplísimo catálogo que, además, crece día a día. Si la serie no nos ofrece algo que nos enganche, o lo pierde, la lloramos un poquito, nos secamos las lágrimas y nos vamos a otra y aquí paz y después gloria. Fue bonito mientras duró. ¡Chao!
Estábamos en que los personajes deben evolucionar. Esto sucede en todas las series, incluidas las llamadas procedimentales, aquellas cuyos episodios son autoconclusivos e independientes entre sí: Ley y Orden, CSI, El mentalista, Bones, Chicago Fire, 911, etc. Este tipo de ficciones están centradas en plantear y resolver casos semanales, y si te pierdes capítulos no pasa nada porque su consumo está pensado para ello, puedes pillar un día un episodio, verlo tranquilamente y no volver a la serie en semanas o temporadas. Pero incluso aquí, en las procedimentales, a los personajes les suceden cosas que pasan a formar parte de su bagaje y que cambian su caracterización o las dinámicas internas: Grissom y Sara (CSI Las Vegas) se enamoran, Olivia Benson (Ley y orden: Unidad de víctimas especiales) adopta un niño, Aaron Hotchner (Mentes criminales) es objeto de una agresión que le cambia la vida, el hijo de Voight (Chicago P. D.) muere, etc.
Así pues, Sheldon, Leonard, Raj, Wolowitz y Penny no iban a estar siempre en el mismo lugar y tiempo. Por el camino se han enamorado, separado, casado, han tenido hijos, han cambiado de trabajo, han tenido crisis existenciales, han perdido seres queridos, han reñido, han abandonado sueños y han abrazado otros. Y han envejecido, ay. Tenían que pasarles todas esas cosas. Si al principio nos parecía muy divertido y los guionistas sacaban oro de las peculiaridades de estos inadaptados, del mundo extravagante que habían creado para poder sobrevivir en una sociedad que no entendían, con el paso del tiempo cada vez resultaba más difícil aceptar a un cuarentón dedicado a coleccionar figuritas de superhéroes y a vivir pendiente de la salida de su cómic o su videojuego favorito.
El problema es que TBBT acabó convertida en otra cosa. La originalidad y el indudable ingenio que exhibió en sus primeras temporadas se fue agotando y se hizo facilona y altamente previsible. Y muy autocomplaciente. Los chistes se repetían y la serie y los personajes daban vueltas sobre sí mismos. Dinámicas que funcionaban de maravilla, como las escenas que compartían Sheldon y Penny, algunas entre lo mejorcito de la serie, prácticamente desaparecieron. Y casi todo se centró en Sheldon Cooper. El personaje fagocitó la serie.
Sheldon Cooper es, sin duda, un gran personaje y pasará a la historia de la televisión. Irritante en extremo, puedes llegar a odiarle y jamás en la vida tolerarías a alguien así al lado, pero, al mismo tiempo, y gracias no solo al trabajo de escritura de guion, también a la interpretación de Jim Parsons, despierta ternura. O mejor, despertaba. Su evolución, en realidad, es muy notable. Ha aprendido a amar, a sentir empatía y a comprender, más o menos, las emociones de los demás. En teoría esto debería haberle convertido en un personaje más rico y profundo, pero, en realidad, este camino se ha llevado a cabo a base de hacerle esquemático, exacerbando sus rasgos más negativos y convirtiéndole en un tirano egoísta. Durante un tiempo la serie consistió, básicamente, en Sheldon y sus excentricidades, cada vez mayores, con el resto de personajes bailando a su son. Y nos agotó.
Y, para remate, TBBT se convirtió en una serie de parejas. Y de esas ya hay muchas. Con cada vez más tramas centradas en las cuitas amorosas y sentimentales de los personajes y menos en crear situaciones originales y nuevas, su singularidad fue desapareciendo. De vez en cuando nos alegraban la vida algunos personajes secundarios memorables, como las madres de Sheldon y Leonard, maravillosamente interpretadas por Laurie Metcalf y Christine Baransky. Pero poco más.
Con el agravante de que, como serie sobre un grupo de científicos frikis, daba lugar a situaciones hilarantes y poco vistas. Había novedad. Y risas, muchas. Como serie casi exclusivamente de parejas, por más que el personaje de Amy Farrah Fowler (Mayim Bialik) fuera un hallazgo, hay poco que rascar. Además, en esta tesitura ha resultado más bien conservadora y familiar, quizá no sorprendentemente. Parece que “ser normal”, la aspiración de Leonard o de Amy, pasa necesariamente por el altar y la vida en familia y por eso varios finales de temporada han consistido en bodas.
En cualquier caso, y más allá de la importancia e influencia de la serie, que es mucha, hay que decir que ha sido un placer conocer a Sheldon, Leonard, Raj,Wolowitz, Penny y el resto de personajes que giraban a su alrededor. No podemos negar que TBBT nos ha proporcionado grandes momentos y nos hemos reído mucho. Al llegar el final conviene olvidar todo aquello que traicionó a la serie y nos defraudó y recordar lo que hizo que nos engancháramos a ella. Ese placer de disfrutar de una ficción que durante un tiempo hizo nuestra vida más feliz veinte minutos a la semana.
A finales de los 90, una comedia británica servía de resumen del legado que había sido esa década. Adultos "infantiliados", artistas fracasados, carreras de humanidades que valen para acabar en restaurantes y, sobre todo, un problema extremo de vivienda. Spaced trataba sobre un grupo de jóvenes que compartían habitaciones en la vivienda de una divorciada alcohólica, introducía en cada capítulo un homenaje al cine de ciencia ficción, terror, fantasía y acción, y era un verdadero desparrame
Netflix ya parece una charcutería-carnicería de galería de alimentación de barrio de los 80 con la cantidad de contenidos que tiene dedicados a sucesos, pero si lo ponen es porque lo demanda en público. Y en ocasiones merece la pena. La segunda entrega de los monstruos de Ryan Murphy muestra las diferentes versiones que hay sobre lo sucedido en una narrativa original, aunque va perdiendo el interés en los últimos capítulos