VALÈNCIA. Después de iniciar su carrera cinematográfica en su Israel natal con películas como Strangers (2007) o Mabul (2010), Guy Nattiv se trasladó a Estados Unidos para firmar el cortometraje Skin, con el que consiguió el Oscar en esa categoría en 2019. En él, abordaba el tema del racismo a través de la mirada de un niño cuyos progenitores abrazaban la ideología neonazi y que aprendía a convivir con la violencia de una manera natural. Su encuentro en un supermercado con un hombre negro desencadenará una espiral de acontecimientos que culminan en uno de esos finales impactantes que sirven como revulsivo para perpetuar el círculo del odio.
Tras estudiar el entorno de los grupos supremacistas, el director se interesó por la figura de Bryon Widner, al que conoció gracias a una noticia en un periódico y a través del documental Erasing Hate (2011), un joven que entró a formar parte de un peligroso grupo skin a los catorce años y terminó convirtiéndose en su líder hasta que, pasados más de dieciséis años, decidió que quería cambiar de vida y dejar la violencia atrás para reinsertarse en la sociedad como un ciudadano más. Para ello tuvo que pasar, durante un año y medio, por dolorosas sesiones que eliminaran los tatuajes que le cubrían su rostro y marcaban su carácter xenófobo, esvásticas y todo tipo de símbolos fascistas intimidatorios.
Nattiv se puso en contacto con Widner y así comenzó la historia de amistad entre un judío y un ex skinhead para intentar plasmar en la pantalla un relato de redención. Pero, aunque sepamos que hay un final feliz para el personaje, el itinerario hasta llegar hasta ahí no resulta nada cómodo para el espectador. El director nos introduce en el universo de Widner (interpretado por un excelente y metamorfoseado Jaime Bell) desde una extrema crudeza. Se trata de una incómoda inmersión en la cotidianidad de una especie de familia-secta que sigue las doctrinas arias liderada por una pareja que ejerce una paternidad y maternidad corrosiva. La mayoría de sus ‘hijos’ son chicos criados en un ambiente empobrecido y repleto de carencias afectivas, que han sufrido el abandono y que son captados para ser sometidos a un lavado de cerebro. Una vez que formas parte de ese grupo, ya no se puede salir.
A través del personaje asistimos a los ritos y las cacerías que lleva a cabo la asociación (ficcionalizadas, pero a través de un toque documenta) y al progresivo cambio de conciencia que sufre Winder tras entrar en contacto con una joven, Julie (Danielle Macdonald), madre de tres niñas, que logró escapar de esa vida y de la que se enamorará.
¿Cómo pasar de ser un animal sin escrúpulos a reconvertirse en un ser humano? Es lo que intenta contar Nattiv en Skin, una película en la que la piel se convierte en una metáfora de la propia identidad y de cómo se puede cambiar a través de ella. Se trata de una metamorfosis ideológica que pasa por lo físico, por el cuerpo como parte fundamental en el proceso de trasmutación.
Nattiv reconoce que se crio con el cine de los sesenta y setenta que se adentraba en realidades marginales. Su película se inserta en la tradición de un naturalismo sucio y descarnado que radiografía lo más oscuro una sociedad repleta de cloacas.
Son muchas las películas que se han adentrado en la cultura skinhead. Una de las más célebres quizás sea American History X (1998), con un Edward Norton en estado de gracia, que abordaba la problemática desde un punto de vista desmedido y maniqueo que generó toda vertiente que intentó acercarse a la problemática del odio racial durante los años noventa con ejemplos como Pariah (1998), El infiltrado (1995), The Believer (El creyente) (2001) o la icónica El odio (1995) en Francia, para diversificarse y ampliar su espectro significativo gracias a This is England (2006), de Shane Meadows o más recientemente Green Room (2015), de Jeremy Saulnier o Imperium (2016), protagonizada por Daniel Radcliffe.
Skin tiene la virtud de utilizar el elemento autobiográfico para subrayar el realismo de la propuesta, tanto a la hora de describir los ambientes como al propio personaje en su lucha contra su pasado. Así, se establecerá un choque entre la sinrazón racista y el progresivo proceso de humanización del personaje a medida que va rompiendo los lazos con su anterior familia para empezar a construirse una propia, tomando las riendas de su propia vida.
Puede que en algunos momentos sea demasiado precipitada, sobre todo a la hora de analizar el radical cambio al que se somete el personaje, simplificando demasiado las situaciones y cayendo por eso en una cierta ingenuidad expositiva, pero la película tiene garra, fuerza y nos sumerge en una realidad que no queremos mirar, precisamente en un momento en el que el auge de la ultraderecha vuelve a despertar los fantasmas del pasado.
Se estrena la película por la que Pedro Martín-Calero ganó la Concha de Plata a la mejor dirección en el Festival de San Sebastián, un perturbador thriller de terror escrito junto a Isabel Peña sobre la violencia que atraviesa a las mujeres