VALÈNCIA. “¿Te gustó el capítulo 6?”. “El 6, ¿ese cuál es?”. “Sí, mujer, el del plano secuencia”. “Ah, es verdad, claro. Qué chulo ¿no?”. Diálogos de este tipo son cada vez más habituales entre espectadores de series. Lo cual demuestra dos cosas. Que las series tienen un nivel de complejidad técnica impensable hace dos décadas, y que algunos conceptos técnicos, gracias a ellas, se familiarizan entre los espectadores de un modo no conseguido nunca por el cine.
Seguramente a estas alturas ya habrá visto, con ojos como platos, porque está circulando sin cesar por las redes, el vídeo que muestra a la vez un plano secuencia de Kidding, la serie de Michel Gondry protagonizada por Jim Carrey, y el cómo se hizo. Y si no, aquí está:
Es un vídeo magnífico y altamente didáctico, porque permite apreciar dos cosas: a) lo difícil y laborioso que es hacer un plano de este tipo y b) que la magia del cine (o de la televisión) solo es el resultado de una gran cantidad de trabajo invisible y nada glamuroso.
Un plano secuencia es una toma larga (puede ser un minuto, doce u ochenta, no hay límite) en la que la cámara puede estar en movimiento o no. En teoría, debería tener el valor de una secuencia, como su propio nombre indica, esto es, ser una unidad narrativa es sí mismo, como es el caso de Kidding. Comprime unos años de la vida de la mujer que protagoniza el plano, en los que comienza como una yonki y acaba desenganchada y con una vida feliz y equilibrada. Esos años están marcados por la influencia que ejerce en ella el personaje que vemos en la televisión (el de Carrey) y por eso es lo único que no varía en el espacio, porque es lo que da continuidad a la vida de la joven. El haber optado por un plano secuencia, por un único plano en movimiento sin cortes, a pesar de la dificultad que conlleva, es una decisión que, a la vista de lo que cuenta, se nos antoja muy coherente: consigue contarnos la transformación de una vida a través de la transformación de su entorno en los menos de dos minutos que dura.
Que el plano secuencia sea, efectivamente, una secuencia es lo que sucede en el caso paradigmático del impresionante inicio de Sed de mal (Orson Welles, 1058) o del bellísimo plano secuencia de Expiación (Joe Wright, 2007), pero no necesariamente es así siempre y puede ser parte de una secuencia mayor, como el famoso plano del niño recorriendo los pasillos del hotel en El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). Incluso puede constituir una película entera, aunque, naturalmente, con truco. No es un plano secuencia real, sino arreglado para que lo parezca, ocultando los cortes, como en La soga (Alfred Hitchcock, 1948) o en Birdman (Alejandro González Inárritu, 2014). O, en el caso de las series, el capítulo 5 de la tercera temporada de Mr. Robot, todo él un plano secuencia, o el capitulo 'Triangle' (6x03), de Expediente X.
También puede tratarse de un plano fijo, al estilo de los inquietantes planos de Michael Haneke (Caché, 2005); estar constituido únicamente por un travelling, en el que la cámara sigue el recorrido de un personaje, como en Senderos de gloria (1957), de Stanley Kubrick; o puede contener todo tipo de movimientos de cámara y escalas de imagen, como en el cine de Brian de Palma y sus abrumadores 12 minutos del plano secuencia de inicio de Snake eyes (1998), Martin Scorsese en casi toda su obra, por ejemplo, Uno de los nuestros (1990) o Alfonso Cuarón en la extraordinaria Hijos de los hombres (2006). En general, son auténticos tour de force, además de ejercicios de virtuosismo, un “más difícil todavía”, que requieren muchísima preparación y ensayos.
Ese es el motivo por el que, en general, no era fácil encontrarlos en las series de televisión. En primer lugar, porque los ritmos de producción de las series no permitían entretenerse de ese modo. En general, tampoco lo permiten ahora para la mayoría de las series, por ejemplo, las que componen la parrilla de las cadenas en abierto, como los procedimentales (series con capítulos autconclusivos, tipo CSI o Hawaii 5.0) o las sitcoms (comedias de situación). Y cierto es que los medios técnicos actuales (cámaras como la steadycam, la manipulación digital, etc.) facilitan el acometer ciertas complejidades. Pero estos no son los únicos motivos.
Hasta no hace tanto, salvo excepciones, las series manejaban un abecedario técnico más bien limitado. Cuando se hablaba antes de estética televisiva, todo el mundo tenía claro que se refería a un tipo de puesta en escena funcional, con sus planos generales para mostrar la situación, sus planos americanos (hasta la rodilla) y planos medios para los diálogos y sus primeros planos para los momentos emocionalmente más relevantes. Una estética derivada de una determinada formulación del cine narrativo de montaje, en concreto, la puesta en escena del clasicismo.
El cine clásico, el que comienza allá por los años 10 del siglo pasado, con David Wark Griffith como gran estandarte, y culmina en la década de los 50, más o menos, creó un lenguaje audiovisual que, de hecho, permanece en nuestros días, basado en la creación de una muy convincente ilusión de realidad. Para conseguir esa ilusión era absolutamente indispensable que no se percibiera la cámara, ni los cortes, de ahí que el concepto central sea el raccord, la relación de continuidad espacio temporal que se crea entre una imagen y otra: vemos a alguien que mira e inmediatamente vemos lo mirado; en un diálogo vemos a un personaje hablar y mirar a la derecha e, inmediatamente, vemos a su interlocutor responder y mirar a la izquierda. Aunque son planos distintos, rodados, incluso, en momentos diferentes, y hay en medio un corte, no nos damos cuenta porque el raccord de mirada, la continuidad, lo oculta. El montaje se hace invisible, de hecho se llama montaje transparente, porque existe, y de qué manera, pero está concebido para no ser visto.
En realidad, el cine clásico es la más perfecta formulación de lo que, para la pintura, se estableció en el Renacimiento: el cuadro como una ventana abierta al mundo, que dijo Leone Battista Alberti allá en el siglo XV, como si estuviéramos ahí asomados sin más y viéramos pasar las cosas. La ilusión de realidad como fin supremo, la mímesis de la que habló Aristóteles como la función principal del arte. Aunque no nos paremos a pensarlo, seguimos siendo muy deudores de esta concepción.
Hoy en día, aunque han pasado muchas cosas por el camino, entre ellas la crisis del cine clásico y la llegada de nuevas formas de construir imágenes en movimiento (los nuevos cines, la modernidad, la posmodernidad, etc.), esta concepción audiovisual la podemos observar en toda su funcionalidad en las sitcom rodadas en estudio, que mantienen este abc de forma tajante, y en la mayoría de los telefilms de sobremesa. Es un modo de narrar y poner en imágenes en el que parece que la historia se cuenta sola, sin que nadie la haya construido. Y es un sistema tremendamente eficaz. Atrapa irremediablemente nuestra mirada y nuestra atención y es el que permite, por ejemplo, que aunque pillemos una peli clásica, un episodio de un procedimental o un telefilm de sábado por la tarde empezados sepamos rápidamente quién es quién y cuál es el conflicto principal.
Aunque hay unos cuantos planos secuencia anteriores, en series como El ala Oeste de la Casa Blanca, con sus famosos walk and talk, en Expediente X, en Battlestar Galactica, en Band of brothers, incluso en sitcoms como Cómo conocí a vuestra madre, se pusieron de moda a raíz del famoso episodio cuatro de la primera temporada de True Detective y ahora parece que todas las series han de incluir alguno como sea.
Como podemos ver, el plano secuencia sigue a uno de los protagonistas en su intento de salvar a una muchacha en medio de un tiroteo entre narcos y agentes del FBI. El plano secuencia expresa a la perfección el caos de la situación, y, lo que es más importante y da sentido a la elección de un plano secuencia, es el hecho de que todos los personajes están sometidos a una situación que les supera, una comunidad en la que la violencia y el crimen marcan la vida cotidiana. Conceptual y narrativamente, el plano secuencia es pertinente, y no solo una exhibición de virtuosismo.
La última en sumarse ha sido La maldición de Hill House, con un capítulo, el sexto, compuesto por cinco largos planos secuencia que, además, une dos tiempos, pasado y presente. El director Mike Flanagan explicó cómo se rodó a lo largo de varios días en su cuenta de twitter. El resumen: "Así que el episodio duró 53 minutos y 38 segundos, de los cuales, 51 están compuestos de cinco planos secuencia (…) Fue la cosa más complicada que la mayoría de nosotros habíamos hecho jamás y era el resultado del esfuerzo conjunto de cientos de personas. Un inmenso respeto por el reparto y el equipo técnico". Aquí (no ponemos vídeo, que contiene spoilers muy relevantes) no queda tan clara la pertinencia del plano secuencia. Podría haberse rodado y montado al modo más convencional y probablemente entenderíamos perfectamente bien lo que sucede. Aunque el capítulo es excelente y tiene una altísima intensidad dramática, la elección del plano secuencia parece responder más a postureo y alarde que no convicción.
Porque lo que sucede con el plano secuencia, cuando la cámara se hace evidente y somos conscientes de que existe, como en este caso, es que nos salimos fuera de la ficción. Si vemos la cámara y exclamamos aquello de “Hala, qué virguería”, estamos fuera de la situación. Si, por el contrario, nuestra atención está embebida en la acción, en las emociones, en lo que les sucede a los personajes, no nos percataremos de lo que la cámara hace. Como dice Cary Fukunaga, el director de True Detective, y también de películas como Jane Eyre (2011) o Beasts of no nation (2015): “el mejor plano secuencia es el que no se nota y es lo más cerca que vamos a estar de una experiencia en primera persona”.
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