Un lugar de diversión y baile en medio de la España tardofranquista. Un paraíso para maridos disolutos. Este local mítico, por el que han pasado desde Enrique Iglesias hasta el actual Rey de España, celebra este sábado su 50 aniversario
VALÈNCIA. Hubo un tiempo, allá por el tardofranquismo, en el que el concepto de discoteca era prácticamente desconocido en España. Existían en Madrid y Barcelona algunos locales enfocados al baile con música grabada, pero València fue un erial hasta 1966. Ese año, dos empresarios avispados llamados Chimo Prats y Pepe Pitarch abrieron en la céntrica calle músico José Iturbi un local que bautizaron como Bounty en referencia al episodio histórico conocido como El motín de la Bounty. Lo hicieron con ciertas reservas: primero había que sortear la censura de la dictadura. Y después la de sus mejores lugartenientes, los vecinos piadosos y guardianes de la moral. El experimento resultó un éxito, y la primera discoteca de la capital del Túria, con un aforo de apenas 200 personas, se convirtió en el lugar de reunión predilecto de la burguesía empresarial y los políticos valencianos.
Dos años después -se cumple ahora medio siglo-, la esencia de Bounty se desdobló en una segunda discoteca con un aforo tres veces mayor, 'El Quijote'. Todo en la decoración buscaba un reflejo de distinción para acomodar a su clientela: espejos, sofás de terciopelo, barras de capitoné, escaleras de madera noble. Esta vez, la ubicación escogida fue periférica: El Saler. Samantha Prats, continuadora del grupo empresarial que inició su padre, relata para Cultur Plaza las peculiaridades de este pueblo costero a finales de los años sesenta. “Era el picadero de València. Todos los restaurantes, estancos o kioskos tenían habitaciones arriba que alquilaban por lo general a señores que iban allí a pasar el rato con la querida”. Los propietarios de El Quijote –que posteriormente pasaría a llamarse Bounty Saler- aprendieron pronto que la infidelidad también era un buen negocio, sobre todo las noches de los días laborables. “Instalaron un timbre en los reservados de las dos discotecas. Como todos los clientes eran más bien asiduos y de clase media-alta, era muy fácil encontrarse con alguien conocido. Si el portero veía que entraba en el local alguien que podía comprometer a otro cliente que estaba con una señorita en el reservado, utilizaba un interfono que encendía una luz roja en el office. Se avisaba así al camarero, que a su vez alertaba discretamente al marido de que “le llamaban desde el despacho”. “Tenían incluso una puerta trasera, que era la del personal, por la que podían huir sin ser vistos”. El timbre de Bounty València permaneció en su sitio hasta el día del cierre definitivo de la sala, que tuvo lugar hace tres meses debido a “la persecución increíble que sufrimos los locales de ocio nocturno en el centro de la ciudad”.
Pero volvamos a finales de los años sesenta. En esa época se instauró también una costumbre que se prolongaría ¡hasta los 'dosmiles'!: a mitad de noche, el dj se ponía en modo 'lento' para allanar el camino al flirteo. La pista de baile tenía dos texturas y colores de suelo distintas. Si pisabas por despiste la parte interior, lo más probable es que te asaltara un “¿Bailas?”. Eran otros tiempos, y… las chicas además pagaban menos que los chicos. “Eso lo inventamos nosotros, y luego nos copió mucha gente. A veces, cuando veíamos a alguna especialmente divertida o que bailaba mucho, le dábamos invitaciones para que continuara viniendo. Eso obviamente lo quitamos hace muchos años”, añade Samantha, consciente de lo políticamente incorrecto que resulta el asunto bajo el prisma actual.
A finales de los años ochenta, Bounty Saler se llenaba cada fin de semana con gente de los pueblos de alrededor. “Algunos venían de lugares bastante alejados como Burriana o Gandía”. “El ambiente allí siempre ha sido muy sano, eran trabajadores de clase media que iban a pasárselo bien y ya está. Como negocio siempre ha sido más fácil que en los locales de València. Principalmente porque así como en la ciudad los clientes guays suelen ser los que entran y beben gratis, en El Saler era lo contrario. Allí los buenos clientes no se plantean no pagar su entrada, e incluso les gusta invitar a copas al dueño”.
La fiebre de las discotecas se extendió con rapidez en la capital del Tria, igual que el imperio de la noche de Prats y Pitarch. A finales de los años ochenta, los dos empresarios habían abierto diversas discotecas de éxito, entre ellas Distrito 10 y Jardines del Real. Todo iba viento en popa, hasta que en 1991 se produjo un trágico incidente.
Poco después de cerrar junto a Chimo Prats la venta de uno de sus locales en Gran Vía Marqués del Turia, Pepe Pitarch fue secuestrado en su casa de Campolivar. Sospechosamente, sus captores pidieron un rescate por la cantidad exacta de aquella transacción reciente. Chimo Prats -que siempre fue el encargado de las cuentas, y de hecho recurría a un escolta por las noches cuando volvía a casa después de recoger la recaudación- acudió a la cita con un micrófono oculto, el dinero en bolsas de plástico y los billetes marcados. Varios policías de paisano supervisaban la operación. “Uno iba disfrazado de mendigo. Otros dos de pareja de novios”. Nadie se presentó a la cita, y Pitarch sigue a día de hoy desaparecido.
En 1994, Prats y su hija decidieron subirse al carro de la Ruta del Bakalao, entrando como socios en Spook Factory y The Face, junto a otros los dueños de Chocolate y ACTV. Llegaron a tiempo de cazar el boom, y salieron en 2003, antes de que todo se derrumbara definitivamente como consecuencia de las campañas de tráfico contra el alcohol y las drogas. “Aquello fue un negocio redondo. Eran las primeras discotecas de aforo gigante, de 4.000 y 5.000 personas”, recuerda Samantha, que como economista era también la encargada de la tesorería y la administración, especialmente después del fallecimiento de su padre. Hasta finales de los años 90, el suyo fue el mayor grupo empresarial de ocio nocturno de toda la Comunidad Valenciana.
La mayoría de aquellos locales de moda hoy son solo pasto del recuerdo. Sin embargo, Bounty Saler sigue aguantando la vela. Este sábado, la mítica discoteca celebra su 50 aniversario con gogo’s, un espectáculo de telas aéreas, saltadores de parkour y un aspecto remozado. Nuevo equipo de sonido, nuevas luces... pero la misma barra de capitoné.